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Por Claudia Rafael
(APe).- Son los pibes y las pibas que terminan en un lugar o en otro. De éste o de aquel lado de la frontera. Que buscan sobrevivir y que terminan vistiendo el uniforme. Con 25 años, Lourdes Espíndola recibió un balazo y murió como se muere en las calles. Con la violencia de la tragedia de este país que la podría haber ubicado vestida de guardapolvos blanco, de uniforme azul o sobreviviente como se sobrevive contra viento y marea. De un lado o del otro. Generaciones con destino marcado. Podría haber disparado en cualquier circunstancias de ésas tan repetidas en estos días donde el chaleco antibalas, la 9 milímetros o un escudo antimotines mueven a los robocops del sistema a usurpar vidas, dejando hilachas de heridos o amedrentando en una protesta porque trabajo no hay y no hay construcción de futuro. Y los desarrapados, que supieron de derechos, se empoderan y lanzan su grito de rebelión. O asoman desde las cárceles a cielo abierto que con milimétrica paciencia el estado construyó a través de las décadas.
Vuelan las balas como voló la que ella recibió en la carótida y el jefe más jefe de la bonaerense le dijo a su pareja que se tenía que comportar como un hombrecito en lugar de reclamar con la desesperación de la muerte que se lleva por los ríos subterráneos de la sangre a un amor. Como un hombrecito, le ordenó. ¿Qué es un hombrecito? ¿Un robocop que no siente? ¿Qué anula sensaciones, emociones, dolores, llantos, tragedias y baja la cabeza con un síseñor en lugar de decir como dijo “estamos desprotegidos por eso la mandé a la concha de su madre a la forra de Vidal. Prometió, prometió ¿qué hizo? ¿está acá? No, no está acá”.
Los pibes conurbanos “eligen” entre las sobras del sistema: ser yuta, gendarme o transa, como escribió repetidamente el sociólogo Javier Auyero. O, en todo caso, un cóctel narcouniformado. Dice el antropólogo Mariano Melotto: “Salieron del secundario y trabajaron, quisieron estudiar y no pudieron, consiguieron un trabajo que la mayoría de las veces es informal. De repente pasan a estar en una institución en la que les pagan por estudiar, que saben que cuando se reciban van a tener condiciones laborales estables, con obra social, jubilación. Pero además pasan a ser funcionarios públicos que se consagran mediante una serie de ceremonias en las que ellos están con uniforme, ante unas 5.000 personas, tienen en el palco al ministro de Seguridad de la Nación o de la Provincia, están sus padres mirándolos y sacándoles fotos, vestidos de gala para la ocasión, hacen desfiles, hay una orquesta y al final ellos dicen "sí juro". Lloran, es muy emotivo. Lo que obtienen esos chicos no es sólo material, es aumento de status social, hay un mayor respeto en la mirada de sus propios padres y cómo ellos se ven a sí mismos o cómo los ven sus amigos. Entonces, para hacer este análisis tengo que suspender mi propia mirada para entender por qué esos pibes que viven en el mismo lugar que los chicos que son reprimidos, se ponen la camiseta, meten palo y ya no les importa nada”.
Lourdes Espíndola tenía 25 años como tantos pibes que quedaron del otro lado de esa delgada línea que la separó de otros con los que poco antes tal vez se rió, bailó, jugó. Y a los que en cualquier momento también podría haber reprimido. ¿Acaso es una elección el vestir el uniforme cuando el país se hunde en el barro de los no destinos o de los destinos consabidos? Y el mismo estado que le prometió y le ofreció el oro y la certeza, fue responsable –no ya de su vida- sino de su muerte en una calle cualquiera donde las balas son hijas dilectas de la inequidad y la exclusión.
Son las pibas y los pibes que los rompecabezas de la tragedia vital ubican en uno u otro sitio, de un lado o del otro de las rejas, visibles o no, en donde la muerte acecha y la vida se esconde.
Edición: 3667
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