Los viejos niños

Es un experimento nada habitual decretar que los miércoles desde la 12 se suspenden las garantías democráticas hasta que el último viejo desaloje el territorio congresal. Pero es que los derechos están suspendidos muchos más días. Es de esperar que nos demos cuenta porque cuando se suspendan todo el tiempo será tarde.
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Por Alfredo Grande

Foto de apertura: Eduardo Sarapura

(APe).- Cuando veo luchar a los viejos, pienso en su niñez. Seguro que no pensaron en que estarían esquivando palazos y gas pimienta por estar exigiendo un derecho. Quizá sin saber que un derecho siempre es muchos derechos.

Un solo derecho no es derecho.

Los derechos humanos son una complejidad que incluye la Constitución nacional y tratados internacionales que tienen rango constitucional.  No cumplir derechos impide el ejercicio de ciudadanía que la democracia, aun la de más baja intensidad, debe garantizar.

Es un experimento nada habitual decretar que los miércoles desde la 12 se suspenden las garantías democráticas hasta que el último viejo desaloje el territorio congresal. Temo que los derechos están suspendidos muchos más días y muchas más horas. Espero que nos demos cuenta porque cuando se suspendan todo el tiempo será tarde. Y las noches serán más largas aún. Serán noches de cuchillo y niebla. Y el horror tendrá su revancha.

Los viejos de hoy somos los niños de ayer. Un ayer lejano, pero un ayer real. Si todo tiempo pasado fue mejor, significa que todo presente es peor y todo tiempo futuro será mucho peor.

Puedo afirmar que esto no era así.  El remanido “todo tiempo pasado fue mejor” no suspendía la convicción del porvenir venturoso. El único tiempo verbal conflictivo era el presente, porque el sudor, las lágrimas, la sangre, se derramaba y siempre llegaba al río. La convicción de un mundo mejor era muy firme. El pueblo nunca se equivoca, el pueblo unido jamás será vencido. Eran convicciones tan firmes, que en algunos casos derivaban en certezas.

Con la caída de los metarrelatos que el posmodernismo impuso, se derrumbaron los tiempos verbales. Fue la maldita predicción de Fukuyama y el fin de la historia. Amplío gracias a la Wiki:

“El fin de la historia es un concepto, o una idea, que surge en La Fenomenología del Espíritu de Hegel, y que con posterioridad fue reinterpretado en el siglo XX, primero por Alexandre Kojève, y luego por Raymond Abellio en 1952, y actualizado después de la caída del Muro de Berlín por Francis Fukuyama, que lo definió como término final de la historia, término final de los grandes cambios”.

 Sin grandes cambios, la cultura represora sigue su reinado. El pasaje de ciudadano a súbdito, a esclavo, es sin anestesia. Algunos llaman a esto reforma laboral.

Los viejos que no han olvidado que fueron niños, quizá sean al modo de los originarios, custodios de convicciones ya perdidas. Cuando cantamos el mismo himno que nuestros enemigos, olvidamos que el origen del himno era una marcha de lucha.

Hoy, que tenemos un Gobierno de Ocupación, quizá los viejos sean apaleados para que pierdan el hábito de recordar. Especialmente, que no les cuenten a los niños que otro mundo fue posible, que otras convicciones existieron, que hubo luchas y triunfos, que también hubo derrotas.

Y que el viraje que hay de considerar a héroes a los que consolidan la dependencia y el sometimiento, nos exige recordar que hubo colectivos de héroes que lucharon por la independencia y por la liberación.

 La buena nueva es que, de distintas formas, con diferentes dosis de coraje, seguimos luchando. Y la lucha es la conquista de la juventud eterna, de la niñez eterna, de la verdadera eternidad. La memoria de clase es eternidad cultural. Si es cierta la afirmación de Eva Perón acerca de que detrás de cada necesidad hay un derecho, tambien es cierto a mi criterio que detrás de cada derecho hay una lucha.  Y habitualmente, varias luchas.

No nos rendimos. No dejaremos de luchar. Viejos son los trapos, decía mi abuela. Para que los viejos puedan ser niños con más años. Para que no sean carne de cañón, sino carne de amor.

Y para frasear nada menos que a Marx, para que el amor de las generaciones pasadas libere como hermoso sueño el cerebro de los niños.


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