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Por Manuel Vicent (*)
Ricos felices en verdad eran aquellos que antaño vivían dentro de un capullo de oro como gusanos de seda y al final se volvían crisálidas. Yo tenía una amiga de esta especie, que fue la primera en hablar gangoso. Un día paseaba con ella y su Lulú por Recoletos y un mendigo se acercó a pedirnos limosna. Cuando mi amiga vio que aquel ser tendía la mano hacia ella se precipitó espantada a rescatar a su mascota. “¿Qué le pasa a este señor?”, exclamó refugiándose en mis brazos.
“Tranquila, solo es un pobre”, le dije. Recién salida de su capullo era al primer pobre que veía de cerca. Ricos felices eran aquellos que ignoraban que en el mundo existía la pobreza y bailaban, bebían, viajaban, flotaban sobre la armonía de los números. Los padres de mi amiga, aristócratas punta de rama, que entre ellos se hablaban siempre en inglés, tenían una finca de cinco mil hectáreas donde había encinas que, al no haberse podado por pura desidia desde el siglo XXIII, se habían convertido en catedrales de sombra. Un día mi amiga se extravió entre los múltiples cerros de su propiedad y no acertaba a volver al cortijo. Se encontró con uno de los jornaleros, a quien suplicó: “Campesino, where is my house?, dígame donde está mi casa”. Era una de esas crisálidas, que parecía haberse escapado de un cuaderno de Proust. Hace mucho que ese tiempo ha muerto. Hoy ser rico y exhibir de forma impúdica la riqueza se ha convertido en un deporte de alto riesgo. Los pobres forman ya un mar tempestuoso que bate contra el acantilado de la política y ha obligado a los ricos a hacerse invisibles, refugiados en sus blindadas madrigueras. Si en el fondo el Estado no es más que una organización cada día más compleja, cara y neurótica para impedir que los pobres maten a los ricos, hoy ser un político en medio de la miseria es la última forma de vivir peligrosamente. Aquel capullo de oro se ha vuelto un puerco espín erizado de metralletas. Alrededor de la isla de los ricos hay un abismo lleno de cuerpos naufragados y el mar no olvida ninguno de sus nombres. Ya no es posible navegar esas aguas mortales con el antiguo placer de un anuncio de Martini. Por otra parte, aquella amiga mía, que se había convertido en crisálida, un día quiso volar y se arrojó a un patio interior por la ventana.
(*) Escritor español. Nota publicada en El País
Edición: 2623
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