Los niños y los oficios callejeros (Fines del siglo XIX - Principios del XX)


Por Alberto Morlachetti

(APE).- Amanecía el siglo XX y Buenos Aires todavía tenía tamaño humano, cuando “las noches eran una bendición de tan fresca”. Aquella ciudad de tanto acontecimiento que se fueron gastando en la memoria o como diría Borges “se ha quedado en los ojos de los ciegos”.

Su historia son las infinitas emociones de aquellas generaciones, los barcos que llegaban trayendo mercancías exóticas y noticias que no se distinguían de las fábulas. Al pie de las naves los marineros contaban lo que ocurría en otras tierras y en ellas se mezclaban aventuras, batallas y alfombras mágicas de luna en vuelo. Goce de los sentidos para aquellos niños unidos por la misma huída, desarrapados que invadían masivamente las calles, como el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, “sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día”. Mientras la noche -escribe Asturias- los reunía al mismo tiempo que a las estrellas. Se juntaban a dormir en el portal del señor sin otro lazo común que la miseria.

-I-

El 13 de mayo de 1905 el periodista Candileja recorre algunos conventillos que llama la “Tierra Santa de los miserables” que “ponen en la garganta el nudo de los ascos”. Nuestro peregrinaje -acota- pone la mirada en un niño que busca nutrirse en los viejos pezones de una madre moribunda “con ansias que hacen pensar en hijos vengadores”. El cronista dice “un mundo alucinante”.

Los dueños de los inquilinatos rentaban los cuartos a precios escandalosos. Cada pieza le costaba al trabajador adulto el 30 o 40 por ciento de su salario y ponían más tribulaciones a la “progenie de Job” prohibiendo que los niños jueguen en el patio común del conventillo siendo expulsados masivamente a la calle donde trasladan su “espacio vital”. En el imaginario es el lugar donde se domicilia el peligro. Tal vez ése era el motivo que llevaba a José María Ramos Mejía a opinar que los niños argentinos vivían más en la calle que en ninguna otra ciudad del mundo “donde generalmente la infancia está disciplinada”.

-II-

El hambre y la desocupación materno-paterna liquidó las posibles infancias felices. El Dr. Carlos Arenaza (1874-1956) manifestaba “La mendicidad en las calles de Buenos Aires es un lunar, un feo lunar, un deprimente espectáculo para nuestras pretensiones de grande y progresista ciudad”. Agregaba “Se gasta demasiado en Buenos Aires con caridad y asistencia social para que sea tolerable que, pretendidos pobres, como lo son de ordinario, mendiguen en la vía pública”.

Un cronista allá por abril de 1903 nos informa de los innumerables niños de Buenos Aires “que confiesan su pobreza” enarbolando tachos y tarros como blasones y que tienen algún “alivio en la sopa gratuita” que dan las congregaciones religiosas, especialmente los Colegios de San José y del Salvador. A las doce del día ya comienzan a llegar los “descamisados y harapientos” y transforman las veredas en un vasto comedor al aire libre y dan al vecindario un espectáculo degradante. Mientras los propietarios claman contra los miserables. El cronista agrega “Se trata de atorrantes, de niños desvalidos, de ancianos domiciliados en los alrededores de la ciudad, que vienen a solicitar la caridad pública y que no regresan a sus casas sino con las primeras sombras de la noche” y solicita a las autoridades medidas contra los “Sopistas del Salvador” para suprimir “el bochornoso espectáculo” que ocurre “en el corazón de la ciudad”.

-III-

El Comisario Juan Alejandro Re -tiempo después- decía que a la mendicidad se anexa la perniciosa y degradante costumbre de implorar la caridad pública. Esta actitud -agrega- despierta en el mendigo "el acicate de la codicia". El Dr. Carlos Alberto Castro, haciéndose eco de las palabras del comisario Re, y en la misma Conferencia Nacional de la Infancia abandonada y delincuente auspiciada y autorizada por el superior Gobierno Nacional llevada a cabo entre el 6 y el 9 de noviembre de 1942, manifestaba que "para nuestra legislación penal, la vagancia y mendicidad infantiles constituyen una simple infracción. Desearía que este Congreso hiciera suya la aspiración de que sea modificada esta apreciación por nuestra legislación, incluyendo la vagancia y la mendicidad infantiles como delitos”. De esta forma se quitaría la patria potestad “a los padres de menores vagos imposibilitados de mantener y educar a sus hijos”.

Rafael Barret (1876-1910) escribía en 1899 -en tono crítico- que “la pobreza es una situación agravante y una presunción de delito”. El hogar del obrero, el del pobre, el circo, la vida de conventillo, el escándalo familiar, el trabajo en el taller, la vagancia y el estigma de la degeneración heredada, eran los factores funestos que impulsaban al menor al sendero del crimen. Un positivismo feroz llevaba a Meléndez en 1900 a manifestar que entre los factores etiológicos de la delincuencia de menores se encontraba la herencia. Según él, algunos niños nacían predispuestos fatalmente al delito. Encontrando que en las colectividades italiana y francesa y en su descendencia inmediata, era donde con mayor frecuencia se manifestaban las transgresiones. Como suele suceder -escribe Berger- la obsesión es una distracción y el contenido real reside en otra parte.

El 24 de febrero de 1900, la Revista Caras y Caretas se alarma de la precocidad criminal de los niños y narra que Alberto Garbarino a quien llamaban “el burro” de 15 años de edad, que se declara co-autor de un incendio en el Patronato de la Infancia (donde estaba privado de libertad) no manifiesta el menor arrepentimiento por lo que ha hecho. Carece en absoluto de las más vulgares nociones de moral, y en algunas de las líneas de su cráneo podemos ver el trazo genético de los degenerados “perfectamente conformes con la escuela lombrosiana”.

La Policía de la Capital Federal ante la proliferación de los niños en los espacios públicos un “mal que amenazaba extenderse de un modo alarmante y doloroso” dictó algunas providencias -ciertamente punitivas- para morigerar el fenómeno: En 1886 el jefe de Policía Aureliano Cuenca promulga un edicto “prohibiendo que los menores se entretengan en el juego del barrilete en la vía pública”. En 1892 el Dr. Daniel J. Donovan a cargo de la jefatura policial prohíbe a los menores vagar en las calles de la ciudad o jugar a la pelota. Y otras medidas -ciertamente duras- durante la Huelga de Inquilinos de 1907: la policía con órdenes directas de su jefe Ramón Falcón ordenó a sus efectivos disparar contra los inquilinos matando a Miguel Pepe, un niño de 17 años.

-IV-

Antes de finalizar el siglo XIX, Sarmiento opinaba que los niños abandonados, callejeros, de escasos recursos o huérfanos, eran una enfermedad de las grandes ciudades. En su opinión: "Estas excrecencias, estos musgos que se desenvuelven en los rincones fétidos y oscuros de la sociedad producen más tarde el ratero, el ladrón, o el asesino, el ebrio, el habitante incurable del hospital o de la penitenciaría. Los gobiernos municipales o civiles deben como los curas que tienen cura de almas, extirpar estos gérmenes en tiempo y librar a la sociedad futura de sus estragos".

Esta mirada colorea el lente con que las clases dominantes miran el mundo de los niños pobres, portadores de una suerte de delito esencial, oculto y no tipificado, que se configuraría simplemente a partir de su intempestiva presencia en “la zona sagrada de los otros”, acarrean una indeleble presunción de inoportunidad, están siempre donde no deben, sospechosamente cerca de los “buenos vecinos” y al alcance de la violencia.

En 1904 José Ingenieros realizó un estudio -a pedido de la Comisión Directiva del Círculo de la Prensa- y calcula en 10.000 el número de niños que en la ciudad de Buenos Aires no tenía domicilio fijo ni ocupación determinada. Los que llegaban a desarrollar un oficio callejero en forma fija eran los canillitas que formaban “el grupo más selecto de los niños pobres”. Las niñas podían dedicarse al ejercicio de la prostitución en forma ocasional o permanente. Algunas solían ser vistas portando ropas más o menos elegantes para su humilde condición en las puertas del Plaza Hotel, invitando a los clientes a compartir la noche y los niños más desarrollados podían “ofrecer sus servicios a adultos homosexuales paquetes y con plata” a cambio de cinco pesos. Agrega que las dos terceras partes “de los menores delincuentes asilados en la sección de detenidos del Refugio Nocturno, la Casa Correccional de Menores Varones, en el depósito de Contraventores” han sido “vendedores de diarios”. En esta misma línea de pensamiento se inscriben las reflexiones de Arenaza: "las ocupaciones que requieren la permanencia del menor en la vía pública, son las que proveen el gran porcentaje de menores delincuentes pervertidos".

El paradigma del niño de calles son los canillitas que desatan “el bestiario de la imaginación” que irrumpen en las arterias a fines del siglo XIX y en las primeras décadas del XX. Estos aparecieron en Buenos Aires el primero de enero de 1868 con el primer número del diario “La República” y se convirtieron en elementos esenciales para el crecimiento del negocio de las empresas periodísticas que hasta ese momento comercializaban los diarios en las imprentas o se vendían por suscripción, despertando los dogmas que convierten en estériles “el lirismo de las frases”.

El 29 de septiembre de 1932 Roberto Arlt escribía “que nuestra sociedad está fabricando delincuentes. Y los jueces lo saben. No pueden ignorarlo, están en la obligación de no ignorarlo”. Se encierra a niños cuyas travesuras son interpretadas maliciosamente como delitos.

-V-

Las estrategias desplegadas con los niños consisten en limitar esa libertad sin orillas. Desde el momento en que un niño da a entender con sus gestos y sus miradas que comprende lo que se dice deberá ser sometido a la jurisdicción de la educación, haciéndolos retroceder a los espacios de mayor vigilancia: la escuela, los talleres de oficio, o el asilo que Foucault llama con toda propiedad instituciones de secuestro. Viene a cuento lo de Soler en 1889 quien en el primer Congreso Católico Uruguayo decía que educar a un niño es civilizar a un salvaje. El gaucho, era percibido como un bárbaro social, y el niño un bárbaro etario, ambos se civilizarían por la escuela, es decir controlarían sus “malas pasiones”, según expresión de José Pedro Varela, educador uruguayo. Entonces el gaucho se convertía en ciudadano, arrepentido de su pasado histórico, y el niño se convertía en alumno modelo avergonzado de haber preferido el juego, según la expresión de Barran.

Esta operación de “caza del niño” forma parte de las exigencias de la nueva organización social. En el capitalismo -en el Estado moderno- la vigilancia se profundiza, se impone una nueva racionalidad, y con ella un elemento esencial: la disciplina. O sea el transvasamiento del poder físico al poder psíquico: la vigilancia, “el viejo aviso de la divinidad”, que está en todas partes acechando. Todas las metáforas de la educación remiten al verbo esencial de los nuevos tiempos pedagógicos: enderezar. Los niños, en procesión marcial, dejarán sus últimos ángeles en los días ásperos e inútiles de las escuelas de rebajas o en los asilos.

Sarmiento escribía: “El solo hecho de ir siempre a la escuela, de obedecer a un maestro, de no poder en ciertas horas abandonarse a sus instintos y repetir los mismos actos, bastan para docilizar y educar a un niño, aunque aprenda poco. Este niño así domesticado no dará una puñalada en su vida y estará menos dispuesto al mal que los otros. Ustedes conocen por experiencia el efecto del corral sobre los animales indómitos. Basta el reunirlos para que se amansen al contacto del hombre. Un niño no es más que un animal que se educa y dociliza”.

Para los niños más humildes y marginados la educación devino en reeducación o corrección, podríamos decir que la educación tomó formas perversas a partir de la cristalización de una mirada diferencial de los niños de acuerdo al origen social. Según su procedencia el niño tuvo escuela o asilo correccional. Los que no se pueden inscribir en el “orden de la cultura” serán secuestrados de los espacios donde no deben estar: calle, abandono, mendicidad, y encerrados en correccionales que se “construyen con ladrillos -escribía Oscar Wilde- para que Cristo no vea lo que hace el hombre con sus hermanos”. Entre 1880 y 1912 se internaron en el Patronato de la Infancia de la ciudad de Buenos Aires 32.725 niños. En el mismo período murieron en el asilo un 51 por ciento de los internos.

La natalidad humana representa la capacidad de los hombres para comenzar algo nuevo. Cuando se piensa en la inteligencia -esa maravillosa carga de cristal con la que nacemos- que equipara a todos los niños de salida -inclusive a los declarados "inferiores" por los estigmas sociales- podemos apreciar “la monstruosa locura de ese derroche de energía humana. ¡La ley patea los vientres de las madres!”, dice Barret en 1909, entrañable.

-VI-

Algunos niños -según su inscripción social- pueden encontrar protección en el estado civil, producto del pacto social, pero no forman parte de él. Se los excluye del pleno ejercicio de los derechos de ciudadanía. En tiempos actuales Baratta decía que la lucha por los derechos de los niños y de los adolescentes, a diferencia de los otros grupos de excluidos, no ha sido una lucha propia sino que ha quedado y queda dependiente del discurso y del actuar de los adultos. La minusvalorización de esa etapa de la vida nos priva de la pertinencia de sus cuestionamientos y de la vitalidad de sus aspiraciones para imaginar una sociedad alternativa a la que hoy tiende a negarlos socialmente al mismo tiempo que reviste el manto de una supuesta protección dice Cussiánovich.

El movimiento anarquista le confirió valía al protagonismo de la infancia y dejó precedentes notables -para aquella época- sobre el niño y el adolescente como sujetos transformadores de una sociedad que los negaba como hacedores.

El 24 de febrero de 1900 -en la revista Caras y Caretas- el cronista preocupado señala que Andrés Mannia, “el Jorobado”, de 13 años de edad, hacía sólo ocho meses que se hallaba en el Patronato de la Infancia, y “afirma buenamente que es anarquista por convicción”. Pero ha de tenerse en cuenta que Mannia -agrega- no sabe ni presume lo que la palabra significa, y que si se apoda de este modo no será seguramente por conocer ni una línea de Kropotkin, “sino por una explicable petulancia infantil”.

En 1878 se va a producir la huelga de los tipógrafos -quizás- la primera manifestación que cuenta con la presencia numerosa de niños y adolescentes -intercaladores, ponepliegos, encoladores- que pone limitaciones al trabajo infantil y logra moderar las largas jornadas de trabajo que alcanzaban las 12 horas. Los trabajadores -fundamentalmente anarquistas y socialistas- hacen la primera marcha conmemorando el 1º de Mayo de 1890 con la presencia de niños y mujeres, reclamando 8 horas de jornada laboral, equidad en el trabajo entre hombre-mujer y la prohibición laboral a los niños menores de 14 años. Virginia Bolton -anarquista- es la oradora y enciende el alma de los 3.000 trabajadores abriendo una puerta a “través de la cual podían entrar momentos de una vida”. Y la significativa Huelga de Inquilinos de 1907 donde el protagonismo de niños y mujeres adquiere una masividad que preocupa a los sectores privilegiados que miran de reojo el prodigio de la vida.

Esas criaturas, que parecían escapadas de sueños o pesadillas, despertaron la inquietud de Luis Agote, diputado por el Partido Conservador, quien trataba de convencer al Parlamento Nacional de sus preocupaciones sociales y políticas. El 8 de agosto de 1910, según el Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados manifestaba: “Todas las noches la Policía recoge en las calles de Buenos Aires, por no tener hogar ni profesión fija, más de 100 niños menores de 14 años”. Asimismo manifiesta que la Cámara no había estudiado “la causa por la que encuéntranse en estas reuniones anarquistas, tan gran cantidad de niños delincuentes, los que, vendiendo diarios primero y después siguiendo por una degradación sucesiva en esta pendiente siempre progresiva del vicio, hasta el crimen, van más tarde a formar parte de esas bandas de anarquistas que han agitado a la ciudad durante el último tiempo”. Para agregar luego “Suprimir por medio de la ley que propongo ese verdadero cultivo del crimen que principia en las calles vendiendo diarios, y concluye en la Cárcel penitenciaria por crímenes más o menos horrendos”.

Sugiere, para escarmiento del pobrerío, el alojamiento de 10.000 niños vagabundos que se hallaban en Buenos Aires, en el Lazareto de la Isla Martín García. Le restaría posibilidades a futuras revueltas populares, ya que los menores que se encuentran en la calle “constituyen un contingente admirable para cualquier desorden social”.

-VII-

La memoria como un notario insobornable, con palabras duras -casi sin “acento humano”- nos deja su legado. Las sanciones que se le aplicaban a los niños pobres consistían en la incorporación forzada a la armada como grumetes a pagar sus miserias en los batallones de línea -especialmente en el Batallón Maipú formado con huérfanos por la Sociedad de Beneficencia en 1874- cuerpos del ejército destinados a terminar con los indígenas y a la defensa de la frontera o enviados a partir de 1865 a la guerra contra el Paraguay, sobre todo a negros, pardos y morenos que en las primeras líneas dejaban sus vidas en medio del clamor de los fusiles, juntando sus sangres calladas en una misma vena. Enviados a Colonias Agrícolas y condenados a trabajos forzados, en procesión y plegaria, en la tierra que Roca a fuerza de exterminios les expropiara a los hijos del sol. Al penal de Tierra del Fuego donde el Ministro Wilde en 1883 quería enviar a los “menores criminales” o simplemente aquellos que fuesen “díscolos, y no pudiesen ser dominados por sus padres”. O enviarlos a la cárcel por andar de limosnas, como proponía el Dr. Beazley, Jefe de la Policía Federal en 1896 o deportados por peligrosos por la Ley de Residencia de 1902. O desterrar miles de chicos pobres a una isla para evitar que aniden en ellos las ideas anarquistas, como quería Luis Agote en 1910. O que a partir de la aprobación de la Ley de Patronato de Menores en agosto de 1919 fuesen arreados como ganados cimarrones a las estancias de los socios de la Sociedad Rural Argentina a servir como peones sin otro pago que el rebenque, ni otra manta que las estrellas.

Epílogo

Bulle la melancolía de los días -de un tiempo primigenio- en los que brindábamos por el fin del crepúsculo. Cuando la Virgen curaba a los niños con salivilla de estrellas y en las calles vuelan las últimas cenizas prometéicas de Lorca. El nudo de un beso no basta para que el poeta no se lleve “al exilio la palabra”. El olvido está lleno de memoria. Que 100 años fue ayer y la degradante costumbre de la explicación académica del hambre. Porque los niños de intemperies viven como los barriletes “en la gracia del aire” y no venden su derecho de primogenitura por un flaco plato de sopa dice Oscar Wilde, saben “que es mucho más bello tomar que pedir”.


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