Los niños de París


Por Alberto Morlachetti

(APE).- Cruzaron el estrecho Mediterráneo en pateras -en racimos- con sus infortunados compañeros, pasaron de noche y siguen pasando, por su hambre, por su sed. Ojalá lleguen todos.

Los que pasaron limpiaron la basura de Europa -la siguen limpiando- desde los años 60, 70 u 80 del siglo XX. Llegaron a una Francia necesitada de mano de obra barata. Se establecieron, crearon familia, con esa sensación de culpa que alimenta Europa.

Corren ahora los bárbaros por las carreteras de Europa dejando una estela de miedo. Algunos vuelven a África -unos días- a darse un chapuzón para sentirse enteramente humanos, “allá donde no son metecos” diría Haro Tecglen.

Los trabajadores franceses relampaguearon heroicamente -alguna vez- flameando el socialismo en nombre de generaciones vencidas. En breve tiempo -escribe Walter Benjamin- la socialdemocracia consiguió apagar el nombre de Blanqui cuyo timbre de bronce había conmovido al siglo XIX dirigiendo a los trabajadores en la perturbadora Comuna de París en 1871. Hoy comprar y vender son las “mejores” condiciones de existencia de un ciudadano francés: un aumento permanente del “deseo extravagante”.

Las herramientas fundamentales de “integración” en Francia -como casi en toda Europa- son las instituciones educativas que se constituyeron en órganos de control social y reproducción de un sistema destinado a generar identidades naturales -incuestionables- como destino universal que se impone como modelo uniforme a imitar sobre cualquier cultura, grupo o individuo. Una pedagogía “seductora” para que los pequeños metecos de las periferias amen su inevitable destino social.

La esperanza de la igualdad consiste en el valor similar que se otorga “a todas las diferentes identidades que hacen de cada persona un individuo diferente de los demás y de cada individuo una persona como todas las demás”, lo que nos da el tamaño de la tolerancia y la bella ilusión de una sociedad de semejantes.

El Ministro del Interior Nicolas Sarkozy manifiesta la utopía contraria, otorgando primacía axiológica a los ciudadanos puros y llama “escorias sociales” a los hijos o nietos de aquellos inmigrantes africanos y asiáticos -nacidos en Francia- que no han hecho este mundo ni han votado por él. Los niños y adolescentes crepusculares saben que los dioses blancos son “vanidades de papel” que diseñan una sociedad que no los contempla.

Antiguos cabalistas y nigromantes piensan que “la magia es esencialmente una ciencia de los nombres secretos”. Privados de su cultura de origen -percibidos como diferentes- la mirada racista los descubrió genéticamente inferiores. Raramente parecidos a los franceses, los niños y adolescentes sin nombre despertaron estelares en un tiempo secreto en que decidieron no obedecer en “un beso sin fondo”.

Las fotos amarillas del futuro -las que mirarán estos niños y niñas de 13 o 18 años- mostrarán la piel rabiosamente encendida de París y que “la gloria -como dice Vicent- iba suelta por la calle como una perra” mordiendo todo lo que los mutilaba recobrando el esplendor de la mariposa incierta del destino.

 


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