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Por Claudia Rafael
(APe).- Fue un día exactamente como el de hoy. Todavía era de noche cuando Mónica se despertó de un sobresalto para ver si Luciano, que había salido en la noche del 30 de enero de hace nueve años, había regresado. La noche suele ser rara. La noche devora. Dos horas más tarde, cuando ya rozaban las 7 de la mañana, Mónica, que no era aún esta mujer forjada por las luchas que es casi una década después, se había recorrido el barrio, el destacamento, la comisaría octava. Y las horas pasaban y Luciano no aparecía.
Y había que detallar. Es morochito, alto, 1,73, flaquito, con remera blanca y azul de Argentina, pantalones grises, zapatillas azules. Pero Luciano no estaba. Luciano ya no era. Y Mónica ese mismo 31 de enero, un día igual al de hoy, supo que “a mi Negro no lo iba a ver más…”. Pasarían cinco años todavía para que un manojo de huesos manase de la tierra como una nada que fue certeza. Que definió la historia. Que hizo saber que las palabras de cada hora, de cada día, de cada mes, de cada año de Mónica y de Vanesa eran lacerantemente reales.
¿Quién es Luciano en verdad? ¿Qué representa? ¿De qué modo Luciano tajeó desde el universo de los millones de nadies esa falsa certeza de que no hay modo alguno de agrietar el bloque endurecido del poder y sus complicidades? ¿Cómo hizo una historia pequeña para irrumpir en la Historia grande?
Son nueve años de ausencia que se multiplican por cientos, por cientos de cientos. Porque Luciano es Luciano pero también es esa multiplicidad de pibes que hicieron y hacen Historia desde el anonimato más simple. Desde el potrero o el barro, desde la casita sin techo o con techo de chapas o nylon. Desde el banco de aula vacía o el cuaderno borroneado con letras vanas. Que se le plantan al sistema desde la muerte misma, desde la ausencia innombrable, para darle sentido a la utopía de contravenir los destinos impuestos.
¿Cuántos lucianos caben en Luciano?
Quizás en sus ojos rasgados se reflejen en algo los de Daniel Solano, al que desde hace casi una semana rastrean en las profundidades de El Jagüel, un pozo a 25 kilómetros de Choele Choel. A seis años y dos meses de su desaparición, desde aquel día de noviembre en que reclamó por su salario ante la empresa Agrocosecha. Trabajador golondrina llegado, con su acento guaraní, desde el norte más profundo. Hijo de Dorila Tercero y de Gualberto Solano, allá en Misión Cherenta, Tartagal. Un nadie para los dueños de todo: de la tierra, de la justicia, de los gobiernos, de los millones.
Luciano no es sólo Luciano. El pibe que era de River, que aprendía canciones de su hermana, que cartoneaba y que se quedó con las ganas de conocer el agua salada del mar. Hace ya rato que Luciano dejó de serlo más allá de los recuerdos íntimos de su mamá, de sus hermanos y se transformó, grano de arena sobre grano de arena, en la bandera de una dignidad colectiva.
Porque además de Luciano, en su imagen –que no para de nacer- caben Rafael Nahuel, asesinado por el Estado en la Patagonia durante un reclamo mapuche; Johana Ramallo, desaparecida en La Plata por redes que trafican con las pibas; Santiago Maldonado, perseguido por la gendarmería exactamente seis meses atrás y muerto en las aguas del Río Chubut; Omar Cigarán, que sigue sonriendo en la imagen que lleva su mamá estampada en la remera y el Kiki Lezcano. Luciano es uno y miles. Es símbolo de los pibes masacrados en Pergamino o en Quilmes. Es Sergio Avalos, que sigue gritando ausencia forzada desde hace casi quince años.
Todos ellos que son uno, con la potencia del verbo colectivo. Son la contundencia de la historia que camina paso a paso, agrietando muros aquí y allá, para echar un poco de luz sobre los territorios marginados. Para encender de vida a pesar de tanta muerte. Para que empiecen a arder los sueños y no se apaguen de puro olvido.
Son ellos, los lucianos, los que engendran desde sus cuerpos frágiles y desmantelados, la ilusión de otro mañana porque le pusieron el pecho al Estado que golpea y masacra. Son los pibes a los que el verbo colectivo debe transformar en manos para sostener –como escribía Roberto Santoro- la esperanza porque sé que es el único aliento que vive a la intemperie. Porque el corazón que no canta no ejerce su oficio con altura.
Fotos: Colectiva Fotografía a Pedal, La Retaguardia
Edición: 3544
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