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Por Carlos Del Frade
(APe).- Doscientos nueve años han pasado de aquellos días, de aquellas noches. Antonio Berutti va y viene a la casa de los Rodríguez Peña. Sueña con la revolución. No tiene idea qué es eso que puede darle contenido a la palabra país o nación. Apenas conoce personas a las que nombra y tilda de pueblo. Pero no sabe de la dimensión de esas pampas ni tiene demasiado conocimiento sobre los ríos enormes, las montañas misteriosas que arañan el cielo ni tampoco imagina desiertos, bellezas o riquezas inconmensurables.
Berutti quiere hacer una revolución. Es partidario de ese muchacho picado de viruela y mirada penetrante, Mariano Moreno, que dice que no hay forma de construir la felicidad de los que son más si no se descontentan a los propietarios de las grandes riquezas. Reparte armas cortas el 22 de mayo de 1810, vota contra la monarquía y funda el regimiento América. En el café de Marcos organizará, meses después, la interna contra Cornelio Saavedra. Berutti tiene casi 38 años, Moreno, 32 años.
El teniente coronel Domingo French, en tanto, tiene casi 36 años. Luchó contra los invasores ingleses y como consecuencia de aquella sangre derramada le otorgan la conducción de un regimiento. Cuando se encuentra con Berutti inventan a los chisperos, seiscientos muchachos decididos que se autoproclaman los verdaderos. El 25 de mayo rodean al Cabildo. Están armados con cuchillos y pistolas e imponen los integrantes de la Primera Junta de aquel gobierno que también deberá inventar el país en el cual están haciendo una revolución de resultados inimaginables.
Entre ellos anda Pedro José Agrelo, casi 34 años, en ese mayo de 1810. Juan José Castelli, el orador de la revolución que morirá como consecuencia de un cáncer en la lengua, escribió estas líneas sobre Agrelo: “Pero usted se topó, también, con Agrelo, que no pacta con nadie: ni consigo mismo, ni con el agua ni con el aceite. Es el más desesperado de todos nosotros, los empiojados, y la palabra desesperado no dice nada. Es el más implacable de todos nosotros, los empiojados, y la palabra implacable no dice nada”. Morirá a los 70 años sin un peso.
Belgrano redactará los nueve puntos mínimos del programa revolucionario que luego Moreno convertirá en el Plan de Operaciones. Ya no sabrán qué es la tranquilidad para sus vidas jóvenes. El cuerpo del que será el secretario de la Primera Junta será enviado al fondo del mar luego de ser envenenado, anticipando, constituyendo el prólogo de las desapariciones de los años setenta del siglo veinte. Le dirán descamisado, fanático y rencoroso. Lo mismo que apostrofaron, muchos años después, contra Evita. Las mismas palabras. Hasta intentaron despedazar el cuerpo de la abanderada de los humildes para tirar sus restos al fondo del mar. Para que se juntaran con los recuerdos de Moreno.
Doscientos nueve años pasaron de aquellos días, aquellas noches interminables, de esas vidas que hoy pueblan el presente convertidas en estatuas, nombres de plazas y calles o equipos de fútbol.
Fueron 165 los que votaron contra la monarquía y, por lo tanto, fueron 165 los que iniciaron el camino de este sueño colectivo inconcluso que es la Argentina.
Doscientos nueve años después, cuarenta y cuatro millones de personas todavía pelean por vivir con gloria en esa insistencia que se tragó la vida de tipos como French, Berutti, Agrelo, Moreno, Castelli y Belgrano, entre tantas historias desconocidas, sin firmas ni estatuas ni calles.
Doscientos nueve años después, la palabra revolución no se usa demasiado, casi nada.
Sin embargo está allí.
En las miles de necesidades cotidianas que necesitan transformarse en un presente distinto, donde la igualdad, alguna vez, deje de ser una palabra perdida en el desteñido himno nacional y se vuelva una realidad concreta como pedían aquellos “empiojados” de mayo de 1810.
Fuentes: “La revolución es un sueño eterno”, de Andrés Rivera, Grupo Editor Latinoamericano, 1987; “Los caminos de Belgrano”, del autor de esta nota, “Último Recurso”, 2012.
Edición: 3878
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