Los chicos pobres que tienen tristeza

Los niños ricos de los 90 deben ser ahora adultos ricos y seguro, pero seguro, que superaron su tristeza. Los niños pobres seguro, pero seguro que siguen pobres, o directamente no siguen, bajo los efectos eugenésicos del gatillo fácil.

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Por Alfredo Grande

(APe).- Hace mucho tiempo escribí no me acuerdo dónde, pero casi seguro en esta misma Agencia, que nos habíamos recuperado del Terrorismo de Estado implementado por la dictadura genocida, pero no nos habíamos recuperado del menemismo. Como dice un aforismo implicado, nadie es profeta en su maceta. Sin embargo, la fiera venganza del tiempo al decir de Discépolo me ha dado la razón. Un milagro satánico ha ocurrido. El lado oscuro de la fuerza nuevamente ha tomado el control de la economía, lo que es grave, y el control de la batalla cultural, lo que podría ser terminal.

Una de las memorables y atroces frases del falso profeta fue: “para los niños pobres que tienen hambre, para los niños ricos que tienen tristeza”.  Nunca entendí porque los que tenían hambre no podían además sentir una profunda tristeza, y menos aún cual era el origen de la tristeza de los niños ricos. Esos niños ricos de los 90 deben ser ahora adultos ricos y seguro, pero seguro, que superaron su tristeza. Los niños pobres seguro, pero seguro que siguen pobres, o directamente no siguen, bajo los efectos eugenésicos del gatillo fácil. O desaparecen por los efectos del llamado narcomenudeo, única hipótesis de conflicto de nuestras austeras autoridades en seguridad minorista. En todo caso, como decían Les Luthiers, si Ud. nace feo y pobre, es posible que esa condición aumente aún más de adulto.  Los pobres feos y malos han aumentado desde que el falso profeta anunciara el salariazo, la revolución productiva y el arribo al primer mundo. Si nunca segundas partes fueron buenas, en este caso es demasiado peor.

El genio de Sigmund Freud escribió: “cuando el estado se opone a la violencia no es para suprimirla, sino para monopolizarla”.  Parafraseando al maestro puedo decir con riesgo de equivocarme, pero aceptemos que es un bajo riesgo, que cuando un candidato se opone a la casta no es para suprimirla sino para monopolizarla. Incluso una casta demasiado obvia, como es la casta familiar. Obvio: no es el único, pero si contamos a Saúl I, es el segundo mejor.

¿Qué mira cuando nos mira un chico pobre que tiene hambre y tristeza?  Mira al adulto que quizá no llegue a ser que tiene una mirada perdida. Donde ni alegría, ni dolor, ni tristeza se encuentran. Una mirada vacía de sentido, como eviscerado de su alma. Un desalmado que deambula sin saber de dónde viene, y mucho menos adónde va. Nuestra mirada le da más tristeza, pero también le da desesperación. La función brújula de los adultos libres, honrados y de buenas costumbres se ha esfumado. Los adultos tratan de mirar a esos chicos y chicas, pero ya han visto demasiado. No quieren ver más. Y como ojos que no ven, corazón que no siente, y también han sentido demasiado, y demasiado malo, no fingen demencia, pero fingen ceguera.

Los únicos adultos que miran a los chicos pobres que tienen hambre y tienen tristeza, los miran para castigarlos con la mirada. La mirada del reproche, de la culpa, del castigo, de la amenaza. La mirada del verdugo. La mirada del torturador.  La mirada del funcio-garca que está calculando la relación costo beneficio de esas vidas derramadas. Algunos chicos que tiene hambre y tienen tristeza se entrenaron a no mirar a eso adultos que los miran. A veces la curiosidad puede más y se reflejan en las pupilas de pajarracos y pajarracas que sudan perfume y se maquillan con harina. Entonces el milagro de la risa los rescata por un instante de la tristeza y del hambre. Los y las esperpentos no entienden y sacuden la cabeza. “¡Que chicos estos, que país!”. Los que nunca sintieron hambre tampoco pueden entender la tristeza.  Pero menos tolerar la alegria y la burla de los chicos pobres que se divierten al mirarlos en su patético maquillaje de ciudadanía ilustre.

Tendremos que aprender otras miradas.  Que vuelvan a trasmitir sentido. Que obliguen, dulcemente obliguen, a que nos miren y sientan tranquilidad, amparo, serenidad, alguna forma de esperanza. Nuestras miradas para adentro y nuestras miradas para afuera recuperarán fuerza y vigor.  Y entonces no habrá hambre porque serán saciados, y no habrá tristeza, porque serán alegrados.

Lo mejor y quizá lo peor, es que, de nosotros, sólo de nosotros, depende.


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