El ayer y el hoy de los chicos de la glorieta de Plaza San Martín

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Por Claudia Rafael

(APe).- Eran niños aún en aquella noche parapolicial de palos y garrotes en la plaza que, cinco años atrás, los tomó por sorpresa y asalto. Perfectamente prediseñada, los bicipolicías y los hombres de civil habían irrumpido minutos después de que los adultos de la vieja olla se hubiesen ido. Y golpearon. Y cargaron en autos. Y distribuyeron como miserias los cuerpos niños. Y los hicieron en pocos instantes veteranos de una batalla en la que, como siempre, tuvieron predestinada la derrota.

 En aquellos días de cinco años atrás ya hacía tiempo que tenían la piel marcada por la desesperanza y el olvido. Arrinconados a la nada como precepto para sus historias de pájaros endebles de papel. Preñados de catástrofe. Les encañonaron aquel presente y, a la vez, les temieron como a los portadores de la crueldad. A ellos, niños de 6 a 17 años a los que el sistema abarrotó de drogas y carencias. Los metió en institutos. Les selló los pulmones con venenos. A ellas las hizo madres tempranas. A ellos les clavó un cuchillo o les asestó un plomo. Los dejó para siempre en los 17, como a Omar. O los vio hacerse hombres adentro de una cárcel. Son los pibes de la pérgola de Plaza San Martín. A metros del poder político de la provincia. Sus historias. Ayer y hoy.

Son los pibes del amparo de 2008 y del desamparo eterno.

 

Mariana

Domicilio: “Pérgola de Plaza San Martín”. El expediente se detiene hipócritamente en el detalle. Suelen ser extraños los expedientes. Entremezclan necedades vanas con alguna pincelada perdida de humanidad. Unos cuantos renglones más abajo se puede leer aún hoy que ella “es pura angustia y llanto”. Alguna vez supo vivir en Olmos. En aquel 2008 tenía escasos 13. Pero es veterana de vidas y dolores que le marcaron la piel de cicatrices. Poxiram, paco, cocaína, marihuana, dicen los expedientes. Y cuentan de los cortes en los brazos. “Es inmanejable”, decían a los escribientes del Estado la madre y el padrastro. “No podemos ni queremos hacernos cargo de ella”, repetían. “Agrede y provoca a los policías”.

Mariana no se queda callada. “No quiero ir con ellos. Y si me encierran, me escapo, como hice siempre”.

A cinco años de aquellos días aciagos, Mariana ya estrenó maternidad. Del novio de entonces, aquel con el que compartían infancia, acurruco y ternura entre vuelos y alucinaciones, poco sabe ya.

 

Juan

Los nombres pretenden, a veces, marcar destino. A él, después del Juan, le asestaron un Arsenio digno de estirpe fundadora. En los días de la plaza San Martín, él tenía 15. Era dos años mayor que su Mariana. Tenía un ejército de hermanos y una familia con la que poco comparte. El amor suele deambular por sitios tan ajenos, a veces, a la sangre. “Me gustaría trabajar pidiendo en la calle”, solía decir de niño. Sin saber leer ni escribir portaba como estandarte una vieja cicatriz que le atravesaba parte del rostro. “Juan atraviesa condiciones excepcionalmente difíciles por encontrarse viviendo en la calle y sufre vulneración de la mayor parte de sus derechos. Es notoria su deficiencia alimentaria”, escribió el estado municipal sin siquiera ruborizarse. Pasta base, marihuana, pegamento y luego, como para equilibrar, el cóctel de pastillas que le asestó el Estado proveedor por “prescripción médica”.

Dolor. Miedo. Calle. Vulneraciones. Juan tiene 19. Hace rato que dejó atrás al gurrumín de barro y sonrisa de temores. Hace rato que estrenó cárcel una vez más y mueve sus pasos en la estrecha geografía de una celda de Olmos.

 

Omar

Omar Cigarán tenía 13 en esos viejos tiempos de 2008. Hace ya seis meses, un trozo de plomo le partió la vida en dos y le truncó el futuro. Fue en una esquina de La Plata, en 122 y 43. Cerquita de su casa, en el barrio Hipódromo. De nada valió la acumulación de habeas corpus preventivos “contra hostigamiento policial” por “persecuciones policiales”. Dieciseis veces presentaron la denuncia sus padres.

Como para casi todos los pibes de la glorieta, la escuela no le pertenecía ni él pertenecía a la escuela y tomó la calle como ring propio. Leer o escribir le resultaban universos casi ajenos. “Si hoy al guacho no lo entregás a la comisaría, mañana lo tenés muerto”, contó Sandra, su mamá, que le habían dicho un día antes de su muerte un grupo de policías (Radio La Pulseada).

Supo de adicciones. De acosos. De robos y picardías. De frío y miedos. Hasta que una bala policial lo dejó tendido en el asfalto. Para siempre.

 

Andrés

Nació un 17 de agosto. Esta semana cumplirá sus 17 años. Tenía apenas 11 en aquellas noches en que el techo que lo cobijaba tenía nombre de glorieta. Tiene diez hermanos. Y la violencia le rodeó los días desde siempre. El temor lo empujaba al descontrol y entonces rompía vidrios. Y el Estado lo arremetía con antipsicóticos a granel. Un tiro en la rodilla fue, a la vez, trofeo y derrota.

La calle lo empujó a instituciones que le asestaron más y más cicatrices en la piel y en las emociones. Instituto Nuevo Dique, Abasto, Almafuerte. Seguidilla de encierros como destino. Hace apenas un par de meses se escapó con otros tres pibes como él. Esos que conocen el dolor sin rumbo y a los que la ternura los raleó hace demasiado tiempo.

 

Anahí

Sus 14 años de 2008 quedaron hace demasiado tiempo atrás. Tiene una úlcera nerviosa en el estómago desde los 8 años. Los expedientes, fríos, pétreos, delatan: tez morena. Cicatriz en el pómulo derecho. Cabello castaño oscuro con flequillo. Ojos café. Un metro 50 de altura. Muy delgada. Formó pareja hace tiempo. La duplica en edad. Le selló otros rumbos en la piel.

 

Panchito

Cómo no usar el diminutivo si tenía escasos 8 años en los días de la pérgola. Sabía juntar monedas con la estrategia perfecta del sobreviviente eterno. Extrañaba a su abuela. Que le había quedado a cientos de kilómetros de distancia entre los caminos rojizos de su Misiones. Sabía comer en una estación de servicio. Sobre el techo. Pero su sueño era regresar a la provincia. Allá donde –él no lo sabía- su abuela se hundía en los brazos débiles de una diabetes avanzada.

La suya –cuentan quienes lo conocieron en los días y noches de frenesí, calle y represión de 2008- es tal vez la única historia que “más o menos terminó bien”. Que encontró una familia que lo quiera. Y que le abraza los mediodías y los sueños.

 

Lucas

A los 14 su biografía era la de tantos otros pibes como él. Los que, expulsados de Humanidades en los albores de 2008, se arroparon juntos en la pérgola por el tiempo que duró. Aspirar. Hundirse en la bolsita hasta romper la dura realidad. Soñar sueños alados que lo llevaran lejos. Cocaína, poxiram. Robos. Cocaína, poxiram. Robos. Un instituto. Una iglesia como refugio pasajero. Instituto Nuevo Dique. La escuela, un ente lejano y completamente extranjero.

 

Abel

Cumplió los 19 cuando mayo estaba en su curva final. Tenía 14 en los lejanos días de cinco años atrás. Hospitales. Institutos. De vuelta al pegamento. A la pasta base. Apenas 14. Marihuana. Un par de celulares. Más pegamento. De nuevo un hospital. La pérgola. Los ruidos que lo asaltaban por las noches. El consumo que lo introducía de lleno en un tunel oscuro que lo aterrorizaba. Alucinaciones que lo despertaban en uno, tres, diez sobresaltos. El miedo de nuevo. Las afueras de Olavarría, en un centro de recuperación de adicciones, y otro instituto. Rejas. Gritos. Fugas. Más miedo. Nadie sabe hoy qué es de sus pasos.

 

Víctor

La violencia de lleno en sus días. 14 años, él también en los días de la pérgola. Antes y después de los parapoliciales que los diseminaron y los dejaron en más intemperie por un rato (que se hizo días, que se hizo meses). Cumplió 19 en abril. Todas las noches volvía a su casa. La fuga era la constante más pertinaz en su historia. La fuga fue la columna vertebral de sus días. “La relación de violencia familiar existente impide el regreso al hogar”, decía el expediente y después aporta: “Internado en el Hospital Sor Ludovica por drogas”. De la escuela, conoció hasta sexto grado. Las letras y los números le resultan territorios extraños.

Su presente es de limpiavidrios en una esquina del centro de La Plata. A pocos metros de la misma glorieta que le abrigó noches en aquel 2008. Se estrenó como papá hace tiempo, en pareja con otra de sus pares de aquellos días.

 

Gustavo y Ricardo

Era el más chico de sus hermanos, Gustavo. Apenas 13. Se hizo compañero cotidiano del frío. De la pobreza abrumadora que lo había visto nacer. Del terror en las noches. Conoció hasta cuarto grado en la escuela 59 de su ciudad. Después la calle se hizo su territorio, el mismo que Ricardo, su hermano dos años más grande, había tomado por asalto para sobrevivir. Sus días hoy lo ubican en la Unidad Penal 1, de Olmos. Ricardo, en cambio, está en la 9, de La Plata desde finales de 2012. Y es padre dos veces hace tiempo.

 

Jeremías

Los expedientes le son esquivos. Dicen, escuetos y superficiales, que cumple años el 30 de abril. Que este año llegó a los 19 y que en aquel 2008, tenía apenas 14. Que tenía pasaporte directo al vuelo y a la alucinación entre pegamentos y pasta base. Que se ponía agresivo. Que la violencia cambiaba la expresión de su rostro. El vano papelerío burocrático no sabe de sus pesadillas. Ni de sus terrores nocturnos. Detalla: “Area escolar no conservada. Trabajo eventual. Desprovisto de posibilidad de inserción”. Agrega: “está en la calle desde los 10 años” y a partir de ahí “entra en un circuito de detención”.

Hace tiempo ya, que nadie sabe de sus días y de sus noches.

 

Tony

En las tardes de pérgola, poxi y alcohol él tenía apenas siete y no se quedaba a dormir allí. Ya llevaba años de deambular entre las calles, el asfalto y los estigmas que lo empujaron a cuanto abismo fue posible. A los 12 tiene apodo de muñeco aterrorizante de película. Su propio trofeo fue un balazo en el estómago un par de años atrás. Es fuente de miedo en la ciudad. El, que en una noche de año nuevo es capaz de largarse a llorar solo en una plaza del centro de la ciudad, hasta que su mamá se cruce calles, avenidas y diagonales para abrazarlo. Apenas por un rato. Luego, de nuevo los abismos. Las internaciones. Las drogas prohibidas y las legales. Y entre medio, un par de robos y unas cuantas aspiradas. Sabe de drogas hasta el hartazgo y lo sabía a los 9, a los 10 o, ahora, que llegó a la docena de años. El, que es el más chico y a la vez el más indómito de todo su ejército de 12 hermanos.

Tan rubio, tan delgado, con esos bucles rebeldones cayendo irrespetuosos sobre su frente. Con la voz gastada, ronca. Con el estigma del 2001 que lo vio llegar al mundo y se olvidó, en medio de tanto ajetreo y muerte, de que una nueva semilla de mañana estaba asomando.

 

Saltimbanquis

Son, muchos de ellos, sobrevivientes. Madres ellas; limpiando vidrios, ellos o saltimbanquis de la nada. En una celda de 2.50 por 1. En un encierro efímero que cada tanto se hace fuga donde les atiborran el cerebro de antipsicóticos y ansiolíticos. Y de vuelta a la calle.

Hasta que la muerte los encuentra con la forma de fantasma o travestida de plomo que les atraviesa la nuca. Como a Omar. Como a tantos otros a los que la noche hundió en torrentes de crueldad y luego los deglutió en los arcones del olvido.

 

(Los nombres de los protagonistas fueron modificados)

Edición: 2516


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