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Por Claudia Rafael
(APe).- El día en que los canales, webs, radios anunciaron con bombos y platillos la detención de un chico de 15 años por el crimen de otro un año más chico –los dos, ironía del destino, de nombre Brian- se decidía que era el momento propicio. Servido en bandeja. Cada tanto los gobiernos arrojan una bomba de humo para desviar las miradas. Recurrentemente el Estado ofrece en prenda de sacrificio propuestas que centran la atención sobre adolescentes en conflicto con la ley penal: proyectos que suelen carecer de viabilidad y que, de hecho, no implican mínimamente una solución a los males que sufre la sociedad.
Pero que permiten aire en tiempos de vapuleo y medidas antipáticas y de impacto sobre los sufrientes. “Cayó el asesino de Brian: tiene 15 años y sus padres lo habían ayudado a escapar”, tituló Clarín. Tal vez, uno de los medios más osados porque ni siquiera se dignó a utilizar el típico potencial legalmente protectorio.
Entonces, el ministro de Justicia Germán Garavano se envalentonó y confirmó que enviará el proyecto al Congreso. Y pidió “romper este círculo vicioso de jóvenes que ingresan al delito y van profesionalizándose cada vez más y que son víctimas y victimarios del delito”.
Cada intento feroz de bajar la edad de punibilidad no ha sido inocente. Se montó sobre episodios trágicos. Resonantes. Que han ofrecido en bandeja intentos manoduristas que buscan construir al enemigo sobre el que habrá que dirigir todos los dardos. Todas las balas. Todas las rejas.
Ese enemigo es por estos días Brian. Pero ya tuvo y tendrá otros nombres. No importa si se aprueba o no el proyecto de ley porque lo que sí se aprobará es la profundización de una mirada bélica hacia ese enemigo concreto. Cuando, en diciembre de 2000, fue asesinada en Olavarría la profesora Maritza Prezzoli por un alumno de 15 años, Carlos Ruckauf aprovechó para clamar la baja de la punibilidad a los 12 años. Algo similar en las reacciones políticas y sociales ocurrió cuando el 28 de septiembre de 2004, un chico de 15 mataba a tres compañeros y hería a otros cinco en el salón de clases de un polimodal de Carmen de Patagones. Lo hacía con el arma reglamentaria de su padre, que era prefecto. En abril de 2009 volvieron las voces punitivas a clamar punibilidad a partir de los 14, tras el homicidio, en Valentín Alsina, de Daniel Capristo por un chico de esa edad que intentaba robarle el auto. Pero fue un año antes, en octubre de 2008 en que un extraño caso saltaba a los medios, horrorizaba al país y exaltaba los ánimos: tres chicos de 13, 16 y 17 años quitaban la vida a un ingeniero, Ricardo Barrenechea, en San Isidro. La trilogía más radiográfica se completa con el asesinato de Santiago Urbani, en Tigre, en manos de un chico de 16 que, cuando cumplió la mayoría de edad, fue condenado a 27 años de cárcel. Una trilogía que revelaba con enorme claridad una práctica institucional perversa: liberación de zonas por parte de las fuerzas policiales y reclutamiento de adolescentes de sectores marginales por parte de la policía o de adultos que, a su vez, trabajan para la policía. En un sistema que suele partir del “yo te perdono la vida, pero vos ahora trabajás para mí”. El más resonante de los casos, pero que no funcionó como deseaban los mandantes, fue el de Luciano Arruga. El gran problema ahí fue simplemente que Luciano les dijo que no. Y el 31 de enero de 2009 la policía lo desapareció. Parecía definitivo, pero en octubre de 2014, tras un hábeas corpus, sus restos fueron hallados en el cementerio de la Chacarita, enterrado como NN.
Esa sucesión de nombres e historias son símbolos. Un puñado de símbolos que dejan al desnudo cómo funciona la mecánica a la que, ahora una vez más, el poder político busca echar mano para desviar la mirada. Porque, por ejemplo, ninguno de los promotores de la baja dice –ni siquiera en susurros- que la legislación actual otorga al juez la arbitraria potestad de internar al menor de 16 que haya delinquido (si es pobre o “tiene problemas de conducta”) en un instituto (eufemismo espantoso de cárcel para menores de 18) el tiempo que considere necesario.
Detalles a tener en cuenta:
--En el total de las estadísticas, los delitos cometidos por adolescentes son mínimos. Año tras año, nunca superan al 4 ó 5 por ciento. La absoluta mayoría son delitos contra la propiedad y no contra las personas. Los delitos graves son resonantes pero cuantitativamente ínfimos. Sin embargo, impactan, horrorizan y ponen el juego ese pensamiento mágico de que castigar desde edades más bajas permitirá corregir el rumbo de una sociedad.
--El jurista Roberto Gargarella plantea que “se trata de ver al derecho penal como última ratio, es decir, como recurso que aparece recién cuando todos los demás instrumentos con que cuenta el Estado han fallado”. Con lo cual se pregunta si la recurrente propuesta de la baja es consecuente “con el carácter de última ratio del derecho penal”.
--El sector social al que se dirige la medida ya tiene en sus territorios una punibilidad precoz. No sólo viven en condiciones semejantes a las carcelarias pero sin techo ni rejas visibles sino que, además, rige para muchos la pena de muerte. Según las últimas estadísticas de la Correpi, cada 25 horas muere una persona en manos de alguna fuerza de seguridad. Casi el 52 por ciento tiene menos de 25 años. Y la absoluta mayoría es pobre.
--La baja en la edad de punibilidad, recurrencia casi aburrida y enormemente peligrosa de los gobiernos, tiene dos oponentes de peso a los ojos de los gobernantes en curso: Unicef y la iglesia católica. Lo cual dificulta su concreción (de hecho y, por si acaso, ya patearon la pelota para después de las elecciones) y acentúa más aún la perspectiva utilitaria de la propuesta en tiempos de ajuste, de despidos, de achicamiento, de desastres ecológicos con responsabilidades institucionales claras.
--La mirada política y social se centra en un momento concreto de la historia de un joven en conflicto con la ley penal por un hecho grave. En el instante en que comete el delito. Sin biografía previa. Sin responsabilidad estatal anterior. Con una aparición estruendosa a partir de su ingreso en los registros judiciales. En el exacto segundo en que salta el cerco de “su” territorio e irrumpe en ese mundo que le está vedado. No hay espasmos sociales cuando “se matan entre ellos”. El alarido político-social manodurista fogoneado por la faz punitiva mediática se pone en juego cuando “matan a uno de los nuestros”.
Esta semana un chico de 18 años fue asesinado por su vecino gendarme en Avellaneda. Uno más para la estadística. Esa que no escandaliza a nadie.
Edición: 3312
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