16 de cada cien

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    Por Silvana Melo
(APe).- Esa escuela, la misma que hoy desagota niños y jóvenes que, en su mayoría, no están preparados para acceder al futuro, es la herramienta que supo desactivar la desigualdad de origen. Esa escuela antidestino que había soñado Violeta Núñez, aquella que aunaba a la infancia de los barrios y al hijo del doctor en un guardapolvo blanco que buscaba licuar las diferencias. Esa escuela hoy las profundiza y las esconde de prepo detrás de una misma prenda sostenida por la hipocresía y la impostura. La escuela, la que debe ser territorio de transformación es el replicante de la desigualdad y la génesis de una infancia y adolescencia con rumbo escrito. Habitantes de la periferia de un país para pocos.

Dieciséis chicos apenas de cada cien llegan al final de los ciclos de la escuela en el tiempo correspondiente y con los conocimientos previstos en lengua y matemática, por ejemplo. Los “especialistas” ya tienen un nombre para el fenómeno: efecto cuna. Es decir, no se logra –y acaso también dejó de intentarse- torcer el destino de la cuna que al niño le tocó en suerte. El bebé que creció en panza casi adolescente, escasa de alimento y deseo, que nació con poca casa y mucha familia, con escaso trabajo y mucha frustración, el que se crió con el mismo exiguo alimento, compartiendo zapatillas y cama, sin más sueños que la comida próxima, con el futuro como la utopía: se aleja diez pasos cuando él apenas ensaya uno.

Ese niño difícilmente cambie su cuna de tierra por un camino que altere los statu quo promovido por la escuela como objetivo determinante.

Será lo contrario en este tiempo: el niño arrastrará esa cuna, como una marca a fuego, indeleble. Simplemente porque no hay una decisión en la escuela pública de poner patas arriba ese rumbo y abrir para los que quedarán en el camino, un trayecto diverso donde la cuna no sea un obstáculo delante sino parte digna de su historia, detrás.

Si sesenta de cada cien –setenta en los hacinados conurbanos de las ciudades- son pobres de recursos materiales y sociales, la escuela los recibirá en un edificio para pobres, en un barrio para pobres, con la escasez de los pobres y el dudoso futuro de los pobres. Entonces apenas 16 de los cien van a llegar –según el informe del Observatorio Argentinos por la Educación firmado por Mariano Narodowski- a la escuela completa y a conocimientos básicos como para remar en un mercado laboral mínimo y exigente y en un mundo hostil que siempre los desplazará a los bordes. Los que logran este objetivo son los que provienen de familias de mayor nivel socioeconómico, son alumnos de escuelas privadas y sus padres son profesionales.

A los demás, la escuela ha dejado de enamorarlos. No les ofrece más pan que un territorio que les es vedado, que ya ha sido conquistado por una fracción social que vive en el lado privilegiado de la vida. Ese country cada vez más abigarrado, más expulsivo, que se cuida de la otredad con pitbulls y gendarmes.

A ellos la escuela no los califica, no los prepara, no les allana el camino durísimo que les espera: un país con seis millones de trabajadores privados registrados, 3,4 millones en la administración pública, 2,1 millones de monotributistas y casi ocho millones de informales y/o precarizados. Está claro cuál es la multitud que irán engrosando año tras año.

A ellos no se los individualiza, la escuela –el estado- no les iguala el punto de partida y se les aplican las pruebas estandarizadas que evalúan igualmente a los 16 de cada cien que logran triunfar en el sistema y a quienes, lo saben todos, quedarán en el camino. El “éxito” está vinculado con el origen. Y la escuela no está dispuesta a torcer ese destino. Apenas reproduce la inequidad.

Edición: 4116


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