Lopez y Santiago, todo es ausencia

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Por Claudia Rafael

(APe).- López, el Viejo. López, a secas. López, el hombre al que desaparecieron dos veces. Jorge Julio López. Un apellido común. Simple. Gallego. Ni Pérez, ni Fernández, ni González. López. Con su camisa cuadrillé y la campera roja, para siempre roja. En noviembre cumpliría 88 años. Sesenta más que Santiago. ¿Podría ser el padre? ¿El abuelo?

Él es López. El pibe es Santiago, nomás.

El viejo sigue teniendo el cabello cano. Siempre igual, como quedó congelado en las fotos. Santiago las rastas, la barba y los bigotes.

Los igualan las garras del poder. Los hacen pares. Los depositan en el limbo donde son inasibles. Donde no llega el abrazo ni el grito y menos aún el susurro y el canto. Es ese limbo donde ya no hay palos, ni gases, ni balas de plomo ni submarinos secos.

Once años este septiembre que se parte, tajante, en dos. Desde aquella madrugada/mañana avanzada de un día como hoy. Cuando López tenía que llegar a los tribunales, para estar ahí, durante los alegatos contra Etchecolatz, alfil de los desaparecedores por antonomasia. Que una vez más, complotado con el poder de ayer y de hoy, mostró los espolones listos para clavarlos en el pecho de la sobrevida.

Cuarenta y ocho días sin Santiago. Partido en dos, como septiembre. En diez, en mil piezas. Para recordar a quien se olvide que el miedo existe. Que el poder es una espada filosa que aniquila a quien se cruce en su camino. Y Santiago, como Persephone en la mitología griega, fue raptado por los hacedores de todos los infiernos y sólo regresará sembrando primaveras. Allí donde hoy es tierra asolada, deberá florecer en las calles y en los parques desnudos. Como flores que serán pancartas para que vuelva a aparecer.

Como López hace once años, Santiago Maldonado ingresó el 1 de agosto en la nebulosa de esa nada construida por las instituciones. 48 días. Más de 2800 horas.

Los desaparecidos están en Europa, decían en los inviernos atroces de cuarenta, treinta, veinte años atrás. Tiene alzheimer, se perdió, lo devoraron los perros o está lejos riéndose de todos, decían de López. Maldonado está tomando sol en Chile, está drogado en algún lugar, está haciendo dedo en Entre Ríos o en Río Grande, fueron los mapuches. Algo habrán hecho. Conceptos que perturban y falsean porque eternizan las culpas en los individuos para escudar y proteger al poder estructural. Los estados hacen porque las sociedades avalan. Las sociedades siguen insuflando de sustento al pacto de los incluidos.

Entre cada una de esas frases, resuena el eco del discurso oficial: “Sería una gran injusticia tirar un gendarme o un policía por la ventana, ésa es la fácil, cuando nada está absolutamente probado”, decía la ministra Patricia Bullrich hace treinta y pico de días. Ciertas encuestas reservadas encargadas por el gobierno arrojaron que más del 60 por ciento de los argentinos hacen referencia a la figura de Santiago Maldonado como desaparecido. Y que –tal como publicó el insospechable de oposición diario Clarín- “del porcentaje que oyó o leyó la noticia (sobre el joven) la mitad culpa al Gobierno por la desaparición. El resto cree que tiene que hacer algo para que aparezca Maldonado, pero no le adjudica ninguna responsabilidad en el caso”.

No es casual la medición para entender cabalmente el viraje del gobierno. Conclusión: si no se logra entrampar a la lucha mapuche en la desaparición de Santiago con la irrupción de un juez y más de 400 brazos armados del estado, será imprescindible hacer un sacrificio humano para salvar a la institución toda. O –parafraseando a Bullrich- “tirar a un gendarme por la ventana”. Pero uno. Uno solo. Encontrar un José Darío Poblete sobre el que reducir toda la culpa por el homicidio del maestro Fuentealba y salvar así a la policía rionegrina y al gobernador Jorge Sobisch y su gabinete. Hallar a los policías Fanchiotti y Acosta como los únicos responsables de la masacre de Avellaneda en donde asesinaron a Kosteki y Santillán y salvar a los responsables políticos (Eduardo Duhalde, Felipe Solá, Juan José Álvarez, Carlos Soria, Alfredo Atanasof, Aníbal Fernández, Jorge Matzkin, Luis Genoud y Oscar Rodríguez, cada uno de ellos con roles de mayor o menor relevancia). No es azarosa la frase del eterno monje negro de Lomas de Zamora, hermanándose con Macri, al decir “tal vez a él le pudo pasar lo mismo que nos pasó a Felipe (Solá) y a mí”.

Es septiembre y a once años del secuestro definitivo de López, la palabra desaparecido sigue vigente. En un tiempo en el que ya no es políticamente correcto decir “conquista al desierto” (aunque Esteban Bullrich la siga reivindicando) ni elogiar a Roca y a cada uno de los Rocas de la historia, pero en el que hay que medir milimétricamente cómo ubicarse ante la resistencia de los pueblos originarios. Porque el poder estatal tiene sus brazos armados dispuestos a aleccionar para defender los millones de hectáreas de los dueños de la tierra. Ante ellos, los Benetton, Lays, Tompkins, Turner, ese poder estatal dictamina humillarse y ponerse de rodillas.

Es septiembre, una vez más. Y existe la primavera en alguna parte. Que pugna por asomar. Que puja desde los infiernos oscuros de Hades por volverse flor. A pesar de que la ausencia de López siga estallando y salpicando de esquirlas los rostros. A pesar de que Santiago sea destierro en los limbos del estado y nunca se soñó pancarta e imagen detenida.

Ni López ni Santiago están. Son los dos pura ausencia. Y no hay otro modo de sostenerlos bandera que barrer “con nuestras escobas la injusticia de este mundo”, como decía hace 110 años el niño anarquista Miguelito Pepe. Sólo así la tierra deja de ser baldía. Y se completa con las baldosas que ellos pisan el rompecabezas asolado de la vida.

Edición: 3439


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