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Por Claudia Rafael
(APe).- Se mueven como perros rabiosos. Sedientos de sangre. Dispuestos a morder, a dejar jirones de historias que –juntas- van armando un rompecabezas cruento. Son el brazo obediente. Que corre. Rodea. Escupe. Estraga. Que deja el entero sistema al desnudo en un solo golpe. Esperaron hambrientos la oscuridad de la noche. Y en el momento exacto, barrieron con los colmillos afilados calles y plazas.
“Había siete pibas detenidas y dos pibes. A los pibes los cagaron a trompadas directamente. A las chicas le pegaron a un nivel de tortura. A una que estaba más angustiada la llevaron a un calabozo sola y no dejaron que el padre le diera la medicación que toma. Las mismas oficiales mujeres la golpearon cuando estaba sola. A una chica peruana la desnudaron y la revisaron con mayor saña que a las demás. Hasta le cortaron las pulseras que tenía. Nadie podía tener contacto, las pibas salieron con las muñecas hinchadas de las esposas”, describe Cosecha Roja en una crónica impecable.
“Con esto vas a aprender”, le dijeron pertrechados con uniformes azules o con ropa casual, como civiles paseantes en la noche, a una fotógrafa, al tiempo en que le rompían los equipos.
Son la reacción ante la rebeldía. Ante la irreverencia y la protesta en pie. Ahí están. Listos. Agazapados hasta que las protestas se distraen y se amansan y entonces ejercen el poder.
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Los pibes mandaron un par de fotos vía celular. Textos con pedidos de auxilio. “Me decía venite a la comisaría por favor, me pedía que lo saque, que lo iban a matar, que le estaban tirando tiros. Nos están tirando tiros, venite, nos matan, nos matan”, relató el tío de Franco Pizzarro. Eran las 18.20. El tío de Federico Perrota contó que, a las 18.50, su sobrino “le envió un mensaje de texto a su madre en el que le decía que la policía estaba entrando y que los iban a acuchillar”… “Inmediatamente su madre se dirigió a la comisaría. Al llegar, ya se encontraban algunos familiares, y no la dejaron entrar, pero ya era tarde. Ya estaba apostada la infantería”.
Golpizas, asfixia, fuego, sangre. Sergio Filiberto, Federico Perrotta, Alan Córdoba, Franco Pizarro, Jhon Mario Claro, Juan Cabrera, Emanuel Fernando Latorre. Siete nombres de los catorce hacinados en el cuadrilátero del calabozo de la comisaría de Pergamino. Siete nombres que se hermanaron, por la crueldad irrefrenable de los hombres de uniforme, con los de Elías Giménez (15), Diego Maldonado (16), Manuel Figueroa (17) y Miguel Aranda (17), asesinados en la comisaría de Quilmes, el 20 de octubre de 2004. Y con Nelson Fernández (17), Nelson Molas (17), Franco Nieva (16) y Franco Sosa (17) enredados entre la asfixia y las quemaduras, en la alcaidía de menores de Catamarca en 2011. Todos ellos fueron empujados a los abismos de la muerte cruenta por el mismo brazo armado del estado. Sin miramientos. Sin respiro. En un prolijo acto de eliminación de los excedentes.
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En abril de 2016, Mariu Vidal vetó la expropiación de la metalúrgica Petinari e Hijos, que fabricó por más de medio siglo, acoplados y semirremolques. La Legislatura provincial la había aprobado por unanimidad el año anterior. Por largos meses las órdenes de desalojo de la Justicia iban y venían. Siempre las sobrevivieron. Esta vez, no. A las cuatro de la mañana, en una madrugada caliente de pocos días atrás, 500 gendarmes rodearon la fábrica recuperada. Uno tras otro sacaron a los trabajadores de lo que hoy llaman Acoplados del Oeste (ADO), en Merlo, Conurbano Oeste.
Medio millar de hombres y mujeres de uniforme, brazos inflexibles que responden al poder político con la celeridad de un mazazo, contra un manojo de obreros que resisten desde hace dos años a los embates del poder económico.
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La familia Quiroga vive ahí nomás de Añatuya. En la Santiago del Estero de los feudos poderosos que nunca ceden. Oscar, Claudia y sus hijos Maira y Braian viven en el Lote 48. Crían vacas, ovejas, siembran sorgo, maiz, sandías. Respiran sus días junto al monte nativo al que abrazan con sus brazos campesinos. Como los trabajadores de la ex Petinari, a poco menos de 1000 kilómetros de distancia, vienen resistiendo como pueden a los intentos de desalojo. En su caso, de grandes propietarios de la tierra de origen francés.
No es la gendarmería sino patoteros contratados por los privados. Bandas armadas que conniven con los clásicos poderes al servicio del estado. Como aquellas que murieron a Cristian Ferreyra, de apenas 23, en el paraje San Antonio, al norte de la misma Santiago, seis años atrás, con los balazos fríos de una escopeta.
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Cuando la empresa Volkswagen, en la planta de General Pacheco, decidió suspender a seis centenares de obreros, un eficaz gerente levantó el teléfono y llamó a la ministra de Seguridad. Suelen ser tiempos de un pragmatismo feroz. Patricia Bullrrich respondió, eficiente, con el envío de 200 gendarmes. Los mandamases empresariales firmaban con obediencia los telegramas de suspensión. El aparato estatal de represión protegía la planta de producción con gendarmes, policías, carros hidrantes, armas poderosas, ojos furiosos, músculos trabajados, chalecos antibalas. Crónica de una represión anunciada.
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Se mueven como perros rabiosos. Sedientos de sangre. Dispuestos a morder, a dejar jirones de historias que –juntas- van armando un rompecabezas cruento. Son el brazo obediente. Que corre. Rodea. Escupe. Estraga. Que expone, con una obscenidad infinita, esa tajante división entre ellos y nosotros. Las seis pibas detenidas por las pintadas que llamaban a la marcha niunamenos; las barridas por las razzias cuando ya la marcha en que la mujer lanzó su grito de rebeldía, se había diluido entre la oscuridad de la noche; la familia Quiroga, en tierra santiagueña; los obreros que resisten o los pibes caídos a diario por el alegre gatillo de un comisario o un gendarme son el sobrante en un modelo para pocos y pertenecientes.
Son el ejército obediente que sale a la calle para arrinconar, desmembrar y suprimir a quienes –escribía Roque Dalton- lo único que tienen es hambre explotación enfermedades sed de justicia y de agua persecuciones condenas soledad abandono opresión muerte. A quienes, saben que la calle es un universo infinito que equivale y se espeja en el rostro de los indomables.
Edición: 3351
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