Lo que no se perdona

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Por Silvana Melo

(APe).- Haití es un espectáculo morboso para todos los compasivos del mundo. Haití se mete en las casas del mundo global por las pantallas de la TV y obliga a consumir su calamidad a los que se entristecen y permiten la salida de una lágrima y después cambian de canal porque hace mal tanta desgracia y es mejor un reality o una operación triunfo versión europea o latina antes que el hedor de las pilas de muertos que parece salir del televisor y enancarse en la mesa donde, (por favor) estamos comiendo.

 

Haití tiene varios méritos históricos para aparecer en los grandes medios de vez en cuando. Aunque más no fuera en las columnas de los onomásticos, de las efemérides o de las escasas bisagras de la memoria que aún se mueven con ruido de herrumbre en algún rincón mediático. Pero sólo estalla en las primeras planas y en las cadenas internacionales cuando se le caen los muertos como gorriones escaldados, cuando se le derrama la sangre a tumultos, cuando su pobreza extrema queda al desnudo violentamente, por los caprichos de la naturaleza, por los destructores de adentro, por los depredadores históricos de afuera.

Cuando hace poquitos años un golpe sangriento derrocó a Jean Bertrand Aristide o ahora, cuando se ensayan números de muertos que abren las bocas perplejas de los que están vivos mirando desde la butaca. Cuando se esbozan cien mil, doscientos mil, porque es lo mismo: nadie sabrá nunca quiénes ni cuántos en las pilas de cadáveres incinerados en las calles, en los montones que se pudren y se unen en una masa caliente en los cementerios o en las morgues. Es la muerte sin nombres, sin identidad, sin número, sin flores en la tumba, sin despedidas. Esa es la muerte en Haití, el país más pobre de América, uno de los más desgraciados del mundo.

Pero Haití también fue la primera república negra del mundo. El segundo país independiente (proclamado en 1804) de toda América. Y nada de eso se perdona. Tuvo un origen libertario y un futuro promisorio de lucha y de cadenas rotas y de pararse ante un mundo esclavista que no comprendía muy bien qué pretendía esa gente independizada y libre repentinamente. De inmediato sufrió los bloqueos de las potencias esclavistas y luego la decisión de frenarla a cualquier costo porque el pésimo ejemplo podía cundir. El mundo, hoy, no ha dejado de ser racista ni mucho menos. De hecho, Estados Unidos, con presidente seminegro Premio Nobel de la Paz mientras enviaba más tropas a Afganistán, apunta al socorro de la república devastada no por generosidad sino por terror a que centenares de miles de hambrientos y desarrapados invadan las playas de Florida y se asienten en un país que nunca soportó la diferencia indeseable.

“El primer día de este año –escribía Eduardo Galeano en 2004- la libertad cumplió dos siglos de vida en el mundo. Nadie se enteró o casi nadie”. Haití saltó a los ojos globales pocos días después, cuando un río de sangre se llevó a Aristide. Fue el primer país donde se abolió la esclavitud: saltó a la independencia por un decreto de Dessalines, negro, esclavo de negros, que se transformó en el primer emperador. Pero la historia le reconoce ese honor a Inglaterra. No es bueno para las enciclopedias que ese país, hoy sin estado, sin gobierno, con centenares de miles de hambrientos y moribundos arrastrándose por las calles, pariendo, muriendo, desangrándose mientras la comida de la ONU descansa en los hangares, ostente semejante pergamino. Sin embargo no está mal recordar que el imperio, dueño del tráfico negrero, hizo su abolición en 1807, tres años después de Haití. Pero en la práctica la esclavitud no se enteró de la formalidad de los papeles. Y en 1832 tuvo que volver a abolirla.

Un país riquísimo hace tres siglos fue sistemáticamente destruido por las potencias que lo demonizaron, por una serie inacabable de dictaduras, por una devastación que con sangre, espada y corrupción terminaron de delinear Papá Doc y después su hijo, Baby Doc y que hasta hoy mantiene un cogobierno con las fuerzas de la ONU. Sin estado, sin estructuras, sin producción, sin educación.

“Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había que ´confinar la peste en esa isla´. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo”, escribe Galeano.

El pueblo fronterizo en el que termina República Dominicana se llama Jimaní. El pueblo en el que empieza Haití se llama Mal Paso.

Acaso el peor de los pasos fue aquella libertad original, aquella independencia negra, aquella vanagloria de ser y pararse ante el mundo, con esa irrenunciable piel oscura. La sojuzgaron hasta la humillación. Y su propia y absoluta carencia transforma una inundación en una tragedia. Un terremoto en la peor de las calamidades. Donde salvarse es peor que morir.

Edición: 1684


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