Lo que cuesta comer en la fábrica de pobres

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Por Silvana Melo
  (APe).- La factoría de la pobreza funciona con innumerable eficacia. La inflación, un concepto abstracto en los títulos de los diarios y en los zócalos de los noticieros, es una tragedia en los barrios populares, donde se amontonan los pobres nuevos y los estructurales y la política de precios del gobierno no pasa el cordón policial, social y cultural de la villa. Los alimentos, por lo tanto, son más caros en los barrios populosos que no tienen calles ni dirección. Y en aquellos otros que nacieron a la luz de las tomas. Donde los supermercados no se arriesgan a asomar su nariz globalizada, nave insignia de la estética capitalista. Por lo tanto los precios cuidados pasan de largo: tampoco hay bondi ni remis ni uber que los lleve al corazón del barrio.

Los datos del INDEC, con una variación anual del 58 % -permite que el morbo la remita a los primeros 90, cuando se salía de la hiper para ser carne de convertibilidad- se quedan en la cortedad de lo que no se segmenta. Según un relevamiento del Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana (ISEPCi) la variación anual en alimentos en almacén y carnicería roza el 70%.

El AMBA, según alguna proyección del censo 2010, apila a 13,5 millones de personas en 2.681 km2. Más de 5.000 habitantes por km2, atrapados tantos de ellos en una pobreza inexorable, gobierne quien gobierne. Todos gerentes de un sistema que construye un país para elegidos y descarta a millones, que se van cayendo desde su espacio de lucha a las periferias del mundo.

Ellos son los que pagan los alimentos más caros. Ellos son los que no acceden a los precios cuidados. Ellos, a quienes la totalidad de su magro ingreso se les resbala por la canaleta alimentaria (y no por la de la droga, como dijo aquel senador fundacional de la coalición de derecha que gobernó y posiblemente gobernará). Con capacidad adquisitiva apenas para harinas y arroces, fideos y polentas, todas calorías vacías que no nutren y engordan. En esa paradoja de pobres gordos y ricos flacos que impuso la alimentación saludable sólo al alcance de los privilegiados.

En los cuatro meses de este año la leche les aumentó de 100 a 135 pesos (35%); el pan, de 140 a 240 (60%), el pollo, de 230 a 310 (35%); la nalga de las amadas milanesas, de 900 a 1200 (33,33%); la lechuga de 140 a 250 (78%) y las zanahorias de 72 a 150 (108%). Alimentos que deberían ser básicos, comunes, centro de una mesa saludable.

El ISEPCi calculó que en los barrios populares se necesitan 41.833 pesos por familia sólo para comer. Esa variable creció un 31,3% en 2022. La Oficina de Presupuesto del Congreso (citada por Ismael Bermúdez) concluye en que sin la tarjeta Alimentar y sin la AUH habría dos millones de indigentes más. Un foso que se traga futuros con hambre insaciable. Estos siete de cada diez niños que saltan a la vida con la fatiga del escaso alimento, con los huesitos flojos de calcio y la sangre escasa de hierro, esquivados por los nutrientes y condenados a que todo les cueste demasiado más que al resto.

Aquí no hay igualdad de oportunidades. Hay vidas rotas que juntarán sus pedacitos como se pueda en un transcurso atravesado por la desigualdad.

Con la factoría de la pobreza funcionando con eficiencia programada.

Edición: 4113


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