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Por Alberto Morlachetti
(APE).- Hoy falleció Miguel Aranda de 15 años, el cuarto pibe muerto en la Masacre de la Comisaría Primera de Quilmes. Anoche en la Seccional Cuarta de Bahía Blanca murió José Ramírez de 16 años. Nos estremece el salvajismo y también la orfandad de esos niños. Neruda decía “y la muerte del pueblo fue, como siempre ha sido, como si no muriera nadie, nada”. Porque las muertes, y mucho menos éstas, no se permiten ni se encuentran como si fueran caracoles a la orilla del mar. No son fenómenos estacionales que deban repetirse indefectiblemente con cada ciclo de la naturaleza. Son concretos y brutales homicidios, aunque hayan ocurrido en la oscuridad, en el calendario inmóvil de las condenas sin tiempo. Todas las muertes de estos niños comienzan en el mismo lugar: al lado del hambre y a los pies del frío.
La potestad de los Jueces de Menores de disponer de toda esa gracia adolescente -que es capaz de bostezar y beber, de un solo trago, todo el colapso del cielo- de manera absoluta, es arbitrariedad, indeterminación de las conductas y de las penas. Es inapelabilidad y sometimiento, imposición de castigos más gravosos que la pena misma. Los Institutos carcelarios y las Comisarías son la concreción arquitectónica de ese horror legislativo y judicial. Cementerios de dignidades y derechos. Equivalentes a centros clandestinos de detención. Ni siquiera ha sido necesario ocultarlos, puesto que pese a permanecer monstruosamente erguidos, al margen de nuestras vidas, todos parecemos mirarlos sin verlos.
El 90 por ciento de los niños están privados de su libertad en instituciones de secuestro por el solo hecho de sus miserias: morenos de verde luna diría García Lorca. Hemos descubierto regiones de pesar, donde sólo hay multitud de huérfanos sociales.
Nos desvela, nos atemoriza cierta prensa, cierta mano dura que reclama silencio, cárceles, institutos. Y nunca las rejas son suficientes, jamás alcanzarán las penas, siempre serán pocos los castigos; el grito se extiende, continúa, reaparece hoy en una esquina y mañana en otra, como si quisiera poblar con su desgarrada humanidad ese caos, esa tierra de nadie donde nosotros hemos decidido no estar. Es el momento más alto de nuestra desventura, llorar improvisando, de memoria decía Oliverio Girondo.
Fuente de datos: Diario El Día - La Plata 12-11-04 y fuentes propias
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