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Por Claudia Rafael
(APe).- Les llega en la sangre. La liban en el calorcito de la leche. La incorporan a sus cuerpecitos magros con cada diminuto miligramo de desamparo. Con la sistematicidad trágica de los olvidados. Sus vidas irrumpen al mundo signadas por la crueldad de un modelo que los arrinconó desde mucho antes de nacer a un futuro quebrantado. Las historias de dos bebés de un año y medio y dos años con rastros de cocaína en sus cuerpos saltaron a las páginas de los diarios y canales desde la crónica roja de las noticias policiales. ¿Qué tienen de policiales (más allá de las incidencias de los brazos armados del estado en muchas de estas historias) las vidas de los niños consumidos por las guerras narcos que terminaron atravesando a sus madres desde el dolor, la tragedia y el consumo? Chicas para las que la maternidad casi nunca fue una decisión sino el resultado de su propia historia. Y allí donde hubo una suerte de elección, fue casi la de sentir que ese niño, esa niña, llegados a sus vidas, serían tal vez el salvavidas que casi nunca las salvó. Porque la ansiedad les sigue golpeando la sien, porque la angustia les continúa taladrando las mañanas y las noches. Porque las miserias terminan arrastrando también a sus críos.
Cuando a finales de septiembre, dos bebés llegaron con unas pocas horas de diferencia al Hospital de Niños Orlando Alassia de Santa Fe se configuró la fotografía más cruel que resulta de la guerra narco que, abonada por representantes del estado, acorrala a una de las provincias más ricas del país desde hace décadas. Uno de ellos convulsionaba en medio de una crisis de abstinencia. ¿A qué mundos fueron invitados esos y tantos otros bebés? Frágiles y diminutos eslabones de un dolor extendido en el tiempo del que no se ofrece salida. Mundos perforados por la crudeza, masacrados por las sinfonías de violencias hondas, horadados por las inequidades que no les dedicaron siquiera un as en la manga para escapar hacia otros caminos donde irrumpir, como Alicia, en un país de maravillas y utopías.
Cuando hace apenas un manojo de años, una maternidad cordobesa hizo un muestreo entre los bebés recién nacidos, el 35 por ciento tenían cocaína en la materia fecal. Otros evidenciaban síntomas de crisis de abstinencia: parpadeo continuo, bostezos marcados, hemorragias cerebrales, cardiopatías hipertróficas. Un sinfín de mochilas adosadas a sus espalditas tenues, incapaces de cargar por años o para siempre, esas toneladas de fatalidad.
Hace escasos tres años, el 80 por ciento de los bebés recién nacidos alojados en Casa Cuna de Mendoza, tenían rastros de cocaína en sangre. Eran 17, de un total de 22.
A inicios de octubre, el Servicio de Toxicología del Hospital de Niños de La Plata habló del rastro de diversas sustancias en lactantes, en aumento entre 2018 y 2021.
Sus mamás, perdidas entre los nubarrones de violencias que persisten, son las piezas olvidadas de pequeños mundos en derrumbe. Quebradas ellas entre las esquirlas de un tormento que las tiene atrapadas. Hundidas en trincheras oscuras y temibles. Deambulando en laberintos asolados por los monstruos que las persiguen. Los reales y los de sus propios abismos.
Ellas y sus bebés.
Que no llegaron a estas tierras con un pan bajo el brazo sino con los infiernos que un mundo adulto cruel les asestó desde sus orígenes.
Habrá que echar mano a los vientos con los que barrer las impiedades. Habrá que zambullirse entre los concentrados laberintos de la agonía (como decía Juarroz), despistar a los crueles y rescatar a los olvidados de sus propias rejas para reconstruir una nueva vida.
Edición: 4407
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