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Por Oscar Taffetani
(APE).- Planchas de acero usadas para armar pistas de aterrizaje en tiempos de la primera guerra de Iraq (1990), fueron usadas luego como blindaje de frontera entre los Estados Unidos y México, para evitar el paso de trabajadores ilegales.
Década y media después, con el mismo concepto, el gobierno de los Estados Unidos invitó a grandes fábricas de armamentos que participaron del negocio de la última guerra de Iraq -Lockheed Martin, Northrop Gumman y Raytheon, entre ellas- a producir alambradas inteligentes, zepelines de vigilancia y radares con destino al Muro.
¿Qué es el Muro? Un cerco de 1.300 kilómetros de largo, hipervigilado, que la administración norteamericana está construyendo al sur del Río Grande, especie de solución final (perdón por esta involuntaria asociación) para el problema de los inmigrantes sin papeles.
El persuasivo argumento del presidente Bush frente a los fabricantes de armas es que muy pronto Washington habrá repatriado el total de las tropas estadounidenses en Iraq, para usarlas en la represión interna, y que se producirá una impasse en el negocio bélico, hasta que comience la nueva guerra, la guerra contra Irán...
No es ése el único muro que están construyendo los "locos con carnet" (así los llamó el Nano Serrat) en su desesperada carrera hacia la destrucción y la nada.
En Israel -esa utopía feroz fundada por sobrevivientes de Auschwitz- ya estará terminado para fin de año un muro de hormigón de 790 kilómetros de largo, con el que esperan garantizar la separación entre los habitantes de los territorios actualmente ocupados y los de los territorios antiguamente ocupados.
Paradójicamente, habrá trabajadores palestinos viviendo a ambos lados de ese muro. La vida, ya se sabe, tiene esa maldita costumbre de abrirse camino.
Del tamaño del miedo
Tras la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, muchos optimistas creyeron que había llegado por fin la hora de la mundialización (del capitalismo, claro) y que la Libertad, con mayúsculas, sería incorporada como valor a todos los catecismos del planeta.
No fue así. Para desencantarse, basta con hacer una reseña de los 27 (sí, veintisiete) muros existentes en la actualidad, y cuyo traspaso o intento de traspaso ha costado la vida a más de diez mil personas en los últimos años (pensemos que el cementerio del Muro de Berlín, en treinta años de actividad, no logró reunir más de 270 lápidas).
Una frontera erizada de alambres de púa y minas terrestres divide hoy las dos Coreas.
Infranqueables barreras armadas, vigiladas día y noche, separan la India de Pakistán, en la zona de Cachemira; y la India de Bangladesh; y Arabia Saudita del Yemen; Kirguistán de Uzbekistán; Iraq de Kuwait; Chipre de Turquía; Tailandia de Malasia; Botswana de Zimbabwe; Ceuta de Melilla...
El muro construido por Marruecos para detener a los independentistas del Frente Polisario es, hasta ahora, el más largo: 2.500 kilómetros. El que separa a los protestantes irlandeses de los católicos irlandeses, en Belfast, es el más corto: 4,83 kilómetros.
También se ven muros en los puertos y aeropuertos de Europa. El más importante -se lee en una colorida guía turística- es el del puerto de Rotterdam, en Holanda. "El país de los tulipanes, los molinos... y los muros", debería decir.
Por último están los muros invisibles, hechos de leyes y decretos; de prohibiciones y restricciones ocultas; de apartheid disfrazado de diálogo; de amable segregación, disfrazada de ayuda humanitaria.
Una sola fotografía, tomada en estos días en un muelle de Tenerife, a la llegada de un cayuco con inmigrantes africanos, ilustra sobre los muros invisibles.
Allí se ve a una veintena de subsaharianos cansados, de mirada triste, sin poder echar pie a tierra, mientras agentes de policía y asistentes sociales, con guantes y barbijos -para prevenir cualquier contagio- van estudiando al contingente, antes de derivarlo a otro puesto de control.
El Parlamento de Canarias -leemos en la prensa europea- reclama al Gobierno que la Armada blinde (sic) las costas del archipiélago canario, para evitar que los inmigrantes ilegales sigan colándose por esa frontera "blanda" que aún queda en la UE.
Tan simple como una canción
A fines de los '60 -cuando todavía la Guerra Fría dibujaba sus falsas antinomias y divisiones- algunos poetas y cancionistas se propusieron enviar un mensaje distinto, a contrapelo de lo que era el discurso dominante.
Así, pudimos escuchar en la voz de la venezolana Soledad Bravo una hermosa canción titulada El punto y la raya, que decía entre otras cosas:
"Entre tu pueblo y mi pueblo / hay un punto y una raya. / La raya dice no hay paso; / el punto, vía cerrada. (...) Caminando por la vida / se ven ríos y montañas, / se ven selvas y desiertos, / pero ni puntos ni rayas..."
Y escuchamos, también, en su propia voz, unos versos del peruano Nicomedes Santa Cruz: "Yo no coloreé mi Continente -decía Nicomedes- ni pinté verde a Brasil / amarillo Perú, / roja Bolivia. // Yo no tracé líneas territoriales / separando al hermano del hermano..."
Pero la más popular de esas creaciones -recordamos- fue una canción del grupo chileno Quilapayún, compuesta sobre versos del cubano Nicolás Guillén:
"Para hacer esta muralla -decía la letra- tráiganme todas las manos / los negros, sus manos negras / los blancos, sus blancas manos. // Una muralla que vaya / desde la playa hasta el monte / desde el monte hasta la playa, / allá sobre el horizonte..."
Y la parte más linda de la canción, la que todos queríamos cantar, era la que decía qué cosas había que poner a un lado y otro de esa Muralla:
Abramos la muralla a la paloma y al laurel, decía. Al corazón del amigo. Al mirto y la yerbabuena. Al ruiseñor en la flor. Y también decía que cerráramos la Muralla al sable del coronel, al diente de la serpiente, al veneno y al puñal...
Son odiosas todas las murallas, era el mensaje. Pero si acaso tenemos que construir una, que sea la indestructible muralla del Amor y la Solidaridad del género humano.
Y que pasen todos los locos. Excepto los locos con carnet.
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