Las llamas de la desesperanza

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(APe).- Ian tiene dos años y la cara sucia. Corre detrás de una pelota ajena, medio desinflada y tan tiznada como sus cachetes. Hoy a la mañana alguien tiró un trapo encendido dentro de la casilla que los papás de Ian se armaron entre un paredón y la vía. Ella, a los 22, ya tiene extensa trayectoria en eso de sobrevivir como se pueda. Se domicilia en el dolor, como tantos que no pueden escriturar otra cosa que una esperancita chica, módica, humilde.

Suelen dormir en un parador de capital. Pero si además quieren cenar, la distancia entre el comedor y el parador los obliga, tantas veces, a elegir. O comer o dormir. Por eso tenían la casilla en ese rincón de Piñeyro, Avellaneda. “Los de la fábrica habían tirado una tele que ya no querían más. Y como nosotros no podemos comprarnos una tele, la trajimos para acá”, dice Leila señalando el cuadrado negro y todavía humeante donde se destacan los restos de una sillita azul. Pero cuando se fueron a cartonear, se la desarmaron. “Para sacar los cables y el cobre”, dice.


El papá de Ian dejó de cartonear en estos días porque consiguió empleo en un carrito de la Costanera. Hasta hace poco era frecuente verlos arrastrar los carros con Ian sobre las cajas de cartón, un rey sin corona arriba de la carroza. Que siempre se transforma en calabaza y no sólo a las 12.

“De acá también nos robaron dos carros”, suma Leila, que ni siquiera tiene fuerzas para llorar. Se quedó sin nada, es decir, sin todo. Su colchón, su ropa, su pequeña historia que suele llevar en la espalda como un caracol.

Pide un teléfono para avisarle a su marido mientras Ian intenta jugar a la pelota con un compañero que tiene la mitad de su edad.

Hace un par de meses llegaron a ese páramo entre el paredón y la vía. Venían huyendo de otros fuegos, cerca del puente de Gerli. Donde también les incendiaron todo su capital que cabe en un carrito de supermercado. Perdieron ya varios colchones debajo de los incendios. Que nunca son casuales ni accidentales.

Ian y sus papás otra vez tienen nada. Que ha sido su propiedad más estable. No entienden por qué les prenden fuego las casillas. “Nosotros no molestamos a nadie”, dicen. Pero la gente del barrio suele desprenderse de aquello que duele. Deposita en ellos todos los símbolos del mal. Los culpa de sus frustraciones y de sus miedos. Los convierte en sus demonios. Los incendia y los expulsa.

Y ellos seguirán rodando cuidándose como pueden. Y salvando de todos los fuegos la pequeña esperancita. Que es lo único que nunca se quema.

Edición: 2914


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