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Por Carlos del Frade
(APE).- Las noticias hablan, otra vez, de un piba devorado por el fuego. Implacable consecuencia de infiernos anteriores a las llamas materiales. Fuegos que empiezan mucho antes de la primera chispa.
Allí, en la esquina exacta en donde se cruzan la geografía del despojo y los tiempos de las urgencias no atendidas. Esquina de descampado, porque el estado decidió no estar. Mirar para otro lado. Ayudar a los que no necesitan ayuda y dejar huérfanos a los que la requieren ayer. Fuegos que se comen a los pibes desde antes de arder. Incendios que aparecen sobre el pasto seco de la desidia y el desprecio acumulados.
Entonces las noticias se repiten y otra vez hay chicos engullidos por las llamas.
Lo que continúa, en realidad, es la inmolación permanente ante el altar de las furias griegas, dirían viejos profesores.
Las furias, según la mitología, son las hijas de Aqueronte y de la noche. Dicen que son tres, Alecto, incesante en la ira; Tisífone, la vengadora del asesinato y Megara, la de los celos.
La misión de las furias, dicen las crónicas de siglos anteriores, es cumplir contra los hombres las sentencias vengadoras de los dioses. Viven, las furias, debajo del mundo y suben a la superficie para “cazar a los malvados”.
Hoy, en estos atribulados arrabales del mundo, las cosas han cambiado.
La cacería ya no distingue quiénes son los malvados y quiénes no.
Pero las furias repiten su misión ancestral: cumplen contra las nenas y los chicos las sentencias vengadoras de los dioses.
Los dioses son los valores supremos del sistema.
Y uno de ellos dice, en sentencia no escrita pero concreta, real y fatal, que aquel que no tiene, no será. Que los que menos posean, menos vivirán. Esa parece ser la condena de los actuales dioses del sistema. Por eso la furia del fuego repite su misión y las noticias parecen copiarse como efecto de un espejo macabro que no para de multiplicar la atrocidad.
Fue en Concordia, hermosa ciudad entrerriana que tiene uno de los peores índices de pobreza infantil, cuando una casa de maderas rústicas del barrio Centenario, habitado por una pareja de trabajadores eventuales y sus cuatro hijos, ardió casi por completo.
Walter Lucero, de treinta y dos años, se despertó de una siesta y no pudo salvar a tres de sus hijos que descansaban con él.
Agustina Magali, de solamente cinco años, fue devorada por la furia del fuego que una vez más emergió de las profundidades del presente argentino para llevarse a una pequeña condenada de hacía tiempo.
Los otros dos chiquitos fueron llevados al hospital y según dicen las crónicas periodísticas, están fuera de peligro. Pero esto no es verdad. El peligro está instalado en sus vidas desde antes, desde que los dioses del sistema los convirtieron en excluidos y a merced del imprevisible humor de las furias.
Agregan los diarios que las llamas se originaron en el recalentamiento de un tomacorriente en el que había quedado enchufada una plancha.
Las furias siguen repitiendo su misión de imponer las condenas de los dioses.
Esas llamas terminarán el día que la vida sea un derecho de todos y no el privilegio de minorías feudales que repiten castigos sobre los que son más y que suelen aparecer bajo la máscara del fuego.
Fuente de datos: El Diario - Paraná 17-05-06
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