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Una parejita de adolescentes entonaba el Himno en las mazmorras de la dictadura en Santa Fe, hasta que un genocida les disparó a la cabeza. El 16 de septiembre, ventanita por la cual asoman los nombres de los adolescentes de la “noche de los lápices”, revive una de las claves del capitalismo impuesto en estos arrabales del mundo en los últimos cincuenta años.
Por Carlos del Frade
(APe).- El nombre de la ciudad sigue siendo el mismo. Sucede lo mismo con la vieja Nación. Rosario, Argentina. Historias, leyendas y misterios que parecen venir de una realidad totalmente diferente a lo que alguna vez fueron o definieron aquellas geografías. Ni Rosario ni la Argentina parecen ser las mismas que en 1976.
En diciembre de 1975, al borde del río Paraná, todavía el perfil cotidiano estaba definido por la dinámica obrera, portuaria, ferroviaria e industrial. Era el corazón del segundo cordón industrial más importe de América del Sur después de San Pablo.
Por aquellos días últimos, la piba que militaba en la Juventud Guevarista, brazo político secundario del Partido Revolucionario de los Trabajadores y el muchacho, integrante de la Unión de Estudiantes Secundarios, perteneciente a la Juventud Peronista, vivieron su amor en medio de chicanas típicas de esos años: “¿Cómo hablás de revolución si tu líder es un milico?”, le decía ella. “Y ustedes que se la pasan hablando de clase obrera y siempre los trabajadores eran y son peronistas”, respondía él.
Cuando el entonces ignoto general Jorge Rafael Videla puso como plazo contra la democracia en marzo de 1976, la pareja había descubierto el misterio de la pasión, el amor y los peligrosos caminos del compromiso revolucionario. Ella tenía quince años y él diecisiete, según dice la leyenda urbana.
Al desatarse la noche carnívora, ellos siguieron militando por la revolución socialista hasta que fueron secuestrados y llevados al sótano del Servicio de Informaciones de la Jefatura de la Policía de Rosario, ya convertida en el Auschwitz del Paraná. Por allí pasaron 1.800 personas que fueron golpeadas y torturadas hasta 1979 según se anotó en documentos de las fuerzas conjuntas, firmado por un tal teniente coronel González Roulet.
Durante una semana los torturaron bajo las órdenes del ex comandante mayor de Gendarmería, Agustín Feced. Pero los pibes no dijeron nada, no delataron a nadie.
Decidieron llevarlos al primer piso del centro clandestino que funcionaba en la esquina de San Lorenzo y Moreno. Les dejaron verse después de mucho tiempo y descubrieron los rastros violetas en los cuerpos queridos como consecuencia de los golpes, el olor a carne chamuscada por el efecto de la picana eléctrica y las miradas tristes pero vivas a pesar de todo.
Ella le pidió entonces que le entonara una canción de amor de despedida y él comenzó a cantar el himno nacional. Lo hizo durante varias horas y ninguno de los asesinos y torturadores que los habían violentado se animó a hacerlo callar de un bofetazo. Ese pibe cantando el himno parecía construir un anillo protector al pronunciar esos versos que supuestamente era parte de la propiedad privada de sus cancerberos. Tuvo que venir el más asesino de todos, Agustín Feced y con su pistola Colt volarle las cabezas de un tiro a los dos.
Aquella parejita de chicos revolucionarios que no entendían el concepto de la felicidad si no era posible para las grandes mayorías y no solamente para quienes la podían comprar.
Hoy, aunque Rosario y la Argentina se llamen igual, el recuerdo de aquella leyenda urbana en tiempos del terrorismo de estado parece confrontar con los ideales individualistas, ferozmente consumistas que atraviesan las existencias de miles y miles de pibas y pibes.
Sin embargo la fecha del 16 de septiembre, ventanita por la cual asoman los nombres de los adolescentes de la “noche de los lápices”, revive una de las claves del capitalismo impuesto en estos arrabales del cosmos en los últimos cincuenta años.
Que los desaparecidos, los desocupados, los devenidos en delincuentes presos en las principales cinco provincias argentinas, son pibas y pibes que tienen entre quince y treinta años. Por eso, más allá de la insistencia de los nombres propios de la ciudad y el país que no son lo que eran, hay otra obstinación que perdura: la invencible necesidad humana de construir una realidad con dignidad.
Esa misma que atronaba en las mazmorras rosarinas cuando el pibe entonaba como nunca nadie más lo hizo, las estrofas del viejo himno que sigue señalando que habrá vida con gloria cuando en el trono de la vida cotidiana esté la noble igualdad.
Fuente: “Desaparecidos, desocupados”, Rosario, 1996, del autor de esta nota.
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