La vida y la muerte, la misma estafa

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Por Silvana Melo

(APe).- Jony tiene 17 y vive en Tandil. Por la Villa Aguirre, donde en cada lluvia se inunda toda la pobreza. Lejos, muy lejos de la ciudad de los countries donde se van a vivir los porteños aturdidos. Emmanuel también tiene 17 y vive en Olavarría. En un arrabal deshilachado y violento, muy lejos de la estética industrial y floreciente. A mil años del rasgo cementero de oscura historia. A los pies de Jony y Emmanuel hay  dos muertos de 18 años. Tan niños en la agonía como ellos. Dos muertos que les colgarán del cuello sin que nadie más asuma la responsabilidad de la construcción paciente, cotidiana, espeluznante de alguien capaz de matar. Dos muertos a los que la sangre se les fue por la canaleta perversa del Estado, que abandonó a los niños matadores, que les quitó toda la maquinaria de protección y rescate sistémico,  que los construyó pensadamente, que los vio crecer como los vieron todos y guiñó el ojo cómplice ante la buena factura. El mecanismo de eliminación funciona. Y es aleatorio, para no  ser injusto en su lógica: el que mató podía ser el muerto y viceversa.

Emmanuel

Emmanuel es hermano de diez más y está entre los más chicos. Tiene por lo menos un hermano preso (el que una vez se rompió todo cuando se cayó de la tribuna de Racing) y otro que se suicidó porque se enamoró y no lo quisieron. Todos en Olavarría lo vieron crecer. De muy chiquilín, muy flaquito, mínimo. En banda por la calle, ofreciéndose a barrer veredas por dos pesos, robándose golosinas de los kioscos, creciendo como sus hermanos, a la sombra del mito temible de Los Tatitas. La gente de a pie y las oficinas del Estado les huyeron y los estigmatizaron. Los dejaron libres en su destrucción. Los pusieron de espaldas contra las paredes para la requisa policial.  Los metieron a patadas en los patrulleros. A la edad de jugar y sacarle la lengua a un helado de chocolate.

Dicen que por una moto discutieron en el barrio. Uno la sacó de la puerta de la casa del otro. Y el otro la rescató. Sobre la moto pasó –dicen- y su acompañante disparó con bárbara puntería. Nunca lo habían  visto con armas. Nunca.  Ahora se recibió de grande y está en el Instituto Cerrado Leopoldo Lugones de Azul. La cárcel de niños de donde los niños salen para después habitar las cárceles de los grandes, para graduarse finalmente en devastación humana, para lo que fue preparado desde que abandonó tempranamente el pezón de su madre.

Jony

Jony tiene nueve hermanos. Viven en el mismo barrio que Gabriel Giacone, 18 años y papá de una beba de cuatro meses. Un disparo en el estómago lo dejó agonizante en la calle y desde su teléfono había seis llamadas al 101. Nadie respondió. El Estado no atiende los teléfonos cuando llaman de Villa Aguirre. No atiende a las víctimas ni a los victimarios.

Jony, como sus hermanos, había pasado por la Granja Los Pibes de Walter y Mabel. La de Jony fue una construcción sistémica como la de Emmanuel. “Era inevitable que sucediera algo así”, dice Mabel con la resignación de quien ha visto crecer, matar o morir a tantos pibes de Villa Aguirre, Palermo, Movediza, Tunitas. Jony no era violento, no tenía el cerebro poceado por las drogas, aunque muchos de sus amigos sí. Ultimamente lo andaban presionando para que demostrara coraje. Esos huevos que posicionan en una jerarquía mayor a los niños. El rito de graduación en la devastación. Ese punto clave donde la vida pasa a valer tanto como una moneda de cinco centavos en la alcantarilla. La propia y la del otro. Que se consume en una zanellita o en la exhibición de intrepidez con el arma que le traen para que demuestre. Finalmente se mata y se muere. Porque la vida es ese ratito que se apaga desde que dejó de ser juego hasta que pierde el sentido porque es la del uno o la del otro y la felicidad es un invento de los afiches y la tele.

El otro Tandil, el que no es soñado, el que no ven las bandadas de turistas, quedó brutalmente expuesto. Y las marchas fueron por la víctima, la que dejó su sangre en la calle. El victimario, con el coraje puesto en la garganta, el que se larga a llorar en la comisaría y  pide disculpas mientras el policía le prodiga un paneo de desprecio, probablemente se encuentre con Emmanuel en el Lugones. El paso necesario hacia la cárcel, donde se aprende a ser malo, donde se deja la dignidad, la ternura -y algún sueño que aún vivía-, clavados en la reja y en los borceguíes de los penitenciarios.

Acaso se crucen allí, en algún pasillo oscuro y con olor a orín y acaroína. Tal vez se ignoren, se insulten o se sonrían. Y se citen afuera, para probar ese capital de huevos y coraje. Hasta la vida y la muerte, que son la misma estafa.

 

Edición: 2369


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