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Por Silvana Melo
(APe).- Cuando se murieron los perros y José había perdido la alegría de siempre, corrieron malos presagios en la chacrita humilde de los Rivero. A quince metros, llovía periódicamente una nube de fuertes olores sobre los tomatales. La deriva cubría la casa, la ropa tendida, el cuero de los animales, la piel y el cabello, la tierra que a José le gustaba llevarse a la boca mientras jugaba, libre, en un campo traicionero. Tenía cuatro años. Se murió envenenado. Había fosforados en su cuerpo. Hace días, horas, la Justicia absolvió por “falta de méritos” al dueño del campo.
Alguien asesinó a José Rivero pero nadie irá a la cárcel.
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Bovril tiene 14.000 habitantes y está muy cerca de Paraná. Desde que cambió su perfil productivo, la gente comenzó a enfermarse distinto. La ampliación de la frontera agrícola, empujada violentamente por la soja y las alteraciones genéticas, disparó las muertes por cáncer en los últimos quince años. Atrás quedaron, muy lejos, los infartos y ACVs. En esos mismos quince años –entre 1995 y 2010- aumentaron exponencialmente las pérdidas espontáneas de embarazos y las malformaciones. Todas las barras de los gráficos tocan las nubes entre 2005 y 2009.
Bovril es la Capital Provincial del Gurí Entrerriano. En su territorio confluyen los gurises una vez por año y son celebrados. Después, se los fumiga en chacras y escuelas rurales.
“Bovril no tenía casos de hipertiroidismo, cánceres o pérdidas de embarazo hace más de una década. Algo similar pasó en el estudio que hicimos en Totoras (Santa Fe), otrora capital nacional de la leche, que hoy a su alrededor, ya no tiene tambos. Hizo el mismo cambio de perfil epidemiológico que la ciudad entrerriana”, dijo el Dr. Damián Verzeñassi, responsable académico de los campamentos sanitarios de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario.
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La soja en proceso de transgénesis ocupa el 60% del área sembrada del país. Son 20 millones de los 35 millones de hectáreas cultivadas.
Se desforesta una hectárea cada dos minutos para ampliar la frontera agrícola. (*)
400 millones de litros de agrotóxicos se utilizan en cada campaña, alrededor de unos 15 millones de personas. Las malezas caen fulminadas. Y los pájaros y los peces. Muchas veces también la gente, como José Rivero y Nicolás Arévalo (cuatro años) en Lavalle, Corrientes; como los tres primitos Portillo en El Tala, Entre Ríos; como Ezequiel, en el establecimiento Nuestra Huella, en Pilar. Todas yerbamalas que ensucian el negocio.
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Darío Gianfelici es médico en un pueblito de campaña en Entre Ríos. “A fines de los ´90 empecé a notar cambios en el perfil de las enfermedades de los pacientes. Y comencé a investigar para ver qué había cambiado”, relató a APe.
En 1996 irrumpió la soja transgénica en la Argentina. Felipe Solá firmó la autorización a través de un expediente administrativo de 136 folios. 108 son informes presentados por Monsanto en inglés (Safety, Copositional and Nutricional Aspects of Glyphosayte-tolerant Soybeans). (**) El apremio fue tal que nadie los tradujo. Probablemente ni los leyó. En 81 días se ponía en marcha la carrera infernal de la transgénesis, la ampliación de la frontera agraria a costa de pequeños pueblos, de animales, de gentes y de bosques que acolchonan las tormentas y respiran para todos.
“Cuando averigüé qué productos se usaban supe que a ellos se debían los cambios”, dijo Gianfelici. “Al principio yo era el loco de los agroquímicos; sufrí la descalificación y la persecución por parte de las autoridades, en especial las de la salud”. Más tarde, el estudio de Andrés Carrasco y los subsiguientes terminaron calificando su prédica desértica. En 2009 una investigación del Laboratorio de Embriología Molecular del Conicet-UBA confirmó la extrema toxicidad del glifosato y sus efectos devastadores en los embriones.
“En Entre Ríos no se dejó de producir pero hay algún cuidado más. La gente está bastante movilizada”, observa el médico. De hecho, los docentes de AGMER profundizan una campaña contra la fumigación en las escuelas rurales a través de talleres para crear conciencia del cuidado del medio ambiente y de autoprotección. “En estas zonas la preocupación y las inquietudes surgieron de docentes maestros y profesores que veían y sentían en los propios patios de las escuelas el olor molesto y nauseabundo del veneno con que fumigaban los campos”, relata Alejandra Gervasoni a APe. Y a la vez “veían con gran preocupación la contaminación del agua y el avance de enfermedades como el cáncer”.
Bovril es el caso testigo.
“Hay una ley de agroquímicos nueva que está constantemente entrando en comisión”, dice Gianfelici. “Pero todos se han olvidado de las escuelas rurales. La última modificación determinaba 50 metros de distancia entre la fumigación y la escuela. El organismo de control, en lugar de ser Medio Ambiente, es el Ministerio de Producción… el lobo cuidando los corderos”.
La mudanza en el perfil sanitario de sus pacientes fue tan viva en aquellos primeros años que la luz de alerta se le encendió a Gianfelici y con ella todas las presiones del poder. “Noté problemas en los nacimientos, cáncer en personas de menos de 40 años, esterilidad, labio leporino, malformaciones”. Y no sólo: “en los primeros años, cuando los productores llevaban soja a los comedores escolares, la cantidad de hormonas que tenía la soja hacía que los nenes tuvieran desarrollo mamario y las nenas comenzaran a menstruar aceleradamente”. Era el famoso plan “soja solidaria”, a través del que los pobres creados por la perversidad sistémica debían alimentarse con una experimentación transgénica de resultados inciertos.
En el mismo sentido de Gianfelici camina el médico Juan Carlos Demaio en Misiones. En 2010, 5 de cada mil niños nacían afectados de Meliomeningocele, una grave malformación del sistema nervioso central. Los casos se disparan en zonas de tabacaleras y papeleras donde la tierra se va muriendo, el aire se envenena y el agua se vuelve correntosa de agrotóxicos. Demaio se para enfrente de los intereses económicos y prefiere horrorizarse por el 13 % de misioneros con alguna discapacidad, el doble de la media nacional.
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En setiembre de 2011, al sur de Gualeguaychú, un hombre cansado de las fumigaciones y enfermo de cáncer disparó contra un avión mosquito. Sentía que lo estaba estragando diariamente la lluvia tóxica a metros de su chacra. La policía allanó su casa y se llevó unas escopetas.
En el barrio Ituzaingó Anexo, en los arrabales de Córdoba, los vecinos morían de cáncer. Los ojos y la garganta picaban fuerte a determinadas horas. Los plantíos abrazaban el barrio: la soja crecía en la vereda de enfrente. Aviones en descontrol fumigaban sobre techos y cabezas, huertas y ropa, chorreaban veneno sobre los tanques de agua y sobre la tierra que pisaban los niños descalzos. El día en que las madres comenzaron a poner el grito en el cielo, el cielo tembló. Analizaron la sangre de 30 chicos. 23 tenían pesticidas. Diez años pasaron hasta que la justicia condenó a un productor y a un aeroaplicador. Apenas a tres años, como para transformarse en fallo histórico pero sin cambios estructurales.
Nadie paga por los centenares de muertes por cánceres y leucemias; por los niños nacidos sin dedos, con trastornos cognitivos, con riñones que no filtran; por José Rivero y Nicolás Arévalo; por los que tienen los pulmones como una piedra pómez y la garganta cerrada. Por los pájaros envenenados y la tierra que agoniza, agotada por el monocultivo, rasurada de montes, arrasada por la sequía y la inundación. Por los paisajes que cambian para siempre. Por los gurises entrerrianos que se celebran y se fumigan en Bovril.
Nadie paga por los informes de Monsanto en inglés que nadie tradujo, que nadie leyó y que convirtió a la tierra agraria en un extenso laboratorio de experimentación genética.
(*) Carlos Manessi, integrante del Centro de Protección a la Naturaleza (Cepronat). Damián Verzeñassi, responsable académico en salud socioambiental de la Universidad Nacional de Rosario.
(**) Verano del ’96 – Horacio Vertbitzky - 26 de abril de 2009 –
Edición: 2681
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