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Por Carlos Del Frade
(APe).- 200 años después, aquí estamos. Somos protagonistas de la realización de aquellos sueños colectivos inconclusos o meros espectadores del desarrollo de las nuevas formas de dependencia. “El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir…”, escribió Jorge Luis Borges en el año 1943.
“Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano…”.
El presidente del Congreso de Tucumán, Francisco de Narciso de Laprida, murió de esa forma o parecido a la forma que describe Borges.
En ese epílogo violento de Laprida, se sintetiza la suerte de muchos de aquellos 29 que declararon la independencia el martes 9 de julio de 1816.
Después de la batalla de Cepeda, del primero de febrero de 1820, los congresales fueron encarcelados durante tres meses.
Es difícil encontrar vestigios de esos días.
No parece haber registro de las vivencias de aquellos diputados.
Los decidores de la emancipación permanecieron presos y muchos de ellos acabarían como Laprida.
Hay una señal profunda en esa decisión, en aquellos barrotes que separaron a los hacedores de la declaración de la Independencia de los que intentaban continuar con la historia de un país que todavía ni siquiera se había terminado de nombrar a si mismo.
De aquellos 29 congresales que declararon la independencia, dieciocho sufrieron exilios, torturas, expulsiones, censuras y arrestos varios. Solamente once pudieron seguir con una vida más o menos normal.
Tres de ellos fueron asesinados, Laprida, José Severo Malabia y Juan Agustín Maza y Díaz Gallo fue torturado con saña y alevosía.
Uriarte, sacerdote, fue uno de los que sufrieron cárcel y estuvo arrestado varias veces, promovió el reparto de tierras.
Unitarios y federales, fueron los nombres políticos que se le dieron a estos representantes, expresiones individuales de los intereses en pugna en aquella Argentina naciente que, como decía uno de los documentos del Congreso, daba fin a la revolución y principio al orden.
Quizás la ferocidad de ese “orden” devoró aquellas vidas particulares que, en su momento, encarnaron el sueño colectivo de la independencia.
200 años después, aquí estamos, somos protagonistas de la realización de aquellos sueños colectivos inconclusos o meros espectadores del desarrollo de las nuevas formas de dependencia.
La decisión es nuestra.
Nuestras hijas y nuestros hijos son los testigos.
Fuente: “Nuevas dependencias. A 200 años de la declaración del 9 de julio”, nuevo libro del autor de esta nota.
Edición: 3188
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