La sociedad cebada

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Por Claudia Rafael

(APe).- La sociedad acaba de probar sangre y no le disgustó. Es una manada de lobos devorándose a sí misma. Homo hominis lupus est, diría Thomas Hobbes cuatro siglos atrás. El hombre es un lobo del hombre. Cuando un animal se ceba, se lo sacrifica o se lo encierra bajo siete llaves que serán arrojadas a la profundidad de los océanos ¿Qué se hace, sin embargo, cuando es la sociedad la que está irremediablemente cebada? Convencida además de que sólo así, asumida como lobo devorador, va a acabar con ese enemigo que la pone en vilo.

 ¿Es el linchamiento una práctica exclusivamente colectiva desde la sociedad civil? ¿O hay en ocasiones una delegación del linchamiento que nunca se asume bajo ese nombre pero que, en la práctica, carga con demasiadas similitudes? ¿Es factible hermanar figuras cuyos finales parecen encontrados? ¿Es David ante el linchamiento social lo mismo que Luciano ante las garras del linchamiento estatal? ¿Es David la figura en la que la sociedad decidió descargar su ira del mismo modo en que cinco años atrás los policías de Lomas del Mirador cumplieron con el mandato social sobre el cuerpo estragado de Luciano Arruga? ¿Es acaso posible no recordar el reclamo a gritos de un destacamento policial en Lomas del Mirador que pusiera orden ante la creciente inseguridad que se había llevado la vida del florista de Susana Giménez? ¿Es entonces conveniente desconocer que ese mismo destacamento se encargó de cooptar jóvenes que robaran para la corona y que Luciano, plantándose ante el poder más poder, se negó? ¿Es justo no saber ni asumir que ese “NO” fue el pasaporte a esa metáfora de linchamiento inducido que fue su desaparición?

El historiador francés Jean Delumeau trabajó sistemáticamente sobre una hipótesis: argumentó que no sólo los individuos pueden quedar entrampados en su diálogo constante con el miedo sino también las civilizaciones. Y bosquejó la pintura de sociedades enteras ganadas por el trauma de la peste, de las guerras, de la inseguridad a través de las pesadillas que trascienden el cobijo del sueño para ser –definitivamente- amenaza diurna.

Esas pesadillas conducen a la sociedad a un túnel oscuro e inquietante. Que permiten advertir que detrás de cada piedra, de cada musgo, de cada sombra habrá un enemigo en potencia, agazapado, y representante de la figura del mal.

 

Jezabel

 

La saturación obliga a naturalizar. Un nuevo linchamiento cada día de los que por horas, por minutos, por semana irán contabilizando los medios promoverá finalmente el zapping o el gesto de hartazgo. E impedirán ver detrás la apropiación política del miedo, su dimensión sistémica.

Para llegar a la construcción del miedo que deriva en un fogoneo de los linchamientos hubo, desde mucho antes, una construcción paulatina del enemigo. Una suerte de jezabelización (concepto del antropólogo Roger Bartra) que, como en el Antiguo Testamento, hará portadores de la maldad más profunda, de la representación de toda violencia, del desprecio y de la más voraz amenaza para con la sociedad del bien a los criminales de todo crimen. Entonces a nadie importará demasiado si David Moreira cuajaba en ese símbolo que representa Jezabel. Lo que sí importa es que por un rato cuanto menos lo fue y, por lo tanto, merecía ser lapidado por una sociedad que decidió que su transparencia, su sentido de la equidad, del bien, de la ternura, de la solidaridad la dejaba en condiciones de arrojar la primera piedra.

Ese mismo proceso de jezabelización es el que recae –como un goteo sistemático y perverso- sobre las cabezas de los davides de la historia. Cayó hace varios años sobre la piel de Luciano, devorado por la inequidad desde mucho antes, siquiera, de aprender a gatear o a ensayar sus primeras palabras.

¿Es acaso un monstruo, carente de condición humana, ausente de sentimiento, el que –como disciplinador social o controlador estatal- arremete hasta desangrar? ¿O es simplemente engranaje –al decir de Arendt- dentro de un sistema social, político y económico basado en los actos de exterminio?

De aquellas dos míticas definiciones de Estado (la que refiere el pacto social que delega el monopolio de la fuerza o la que enuncia que es la primacía de una clase por sobre otra) cualquiera puede cuajar a la perfección en la construcción del enemigo encarnada en davides o lucianos.

Se trata de una construcción paulatina cuyo basamento sólido está dado por el miedo profundo, que es el que habilita las conductas.

El sesgo individualista y de aislamiento que fue tomando la sociedad después de que la atravesara y la pisoteara con ferocidad la última dictadura desmembró las reacciones colectivas. Truncó los vínculos. Destrozó los abrazos. Y habilitó a una nueva forma de práctica colectiva muy potente (por fuera de las honrosísimas excepciones) que nace horda y deviene asesina. Que le otorga una identidad perdida.

 

El olor de la sangre

 

La sociedad cebada se asume horda bajo el anonimato que la preserva. Que la habilita para moverse sinuosa entre los ríos subterráneos y asomar bajo la forma de garrote y de patada sobre los davides. Huele al enemigo. Y le hinca sus colmillos hasta destrozar. O simplemente señala, con sus dedos amenazantes para que su brazo estatal, al que moverá como marioneta impecable, cumpla con los mandatos pertinentes sobre el cuerpo de los lucianos de los márgenes.

La sociedad se transforma ante el olor creciente de la sangre. Como turba dispuesta a atacar o como espectadora enfervorizada. “Las ejecuciones públicas se mantenían como espectáculos macabros y oficialmente organizadas. Las escenas que entonces se desarrollaban adquirían aspectos de excitación y violencia insospechadas. Las gentes se peleaban entre ellas. Fue así como en 1807 una muchedumbre de 40.000 personas que asistían a la ejecución de Holloway y de Haggerty, fue presa de tal delirio que, al finalizar el espectáculo, quedaron cerca de 100 muertos sobre el terreno” (Arthur Koestler, La pena de muerte).

Cebada, ciega, se transporta en un chasquido de dedos al origen de los tiempos, aún antes del inicio de los siglos, a aquel lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit. Cuando 200 años antes de la era cristina, Tito Maccio Plauto cerró el círculo de su definición humana: lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro.

Edición: 2664


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