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Por Silvana Melo
(APe).- Quién sabe desde qué balcones mirará este espectáculo Darío. Desde qué puente verá las dos décadas, el número redondo, el veinte desangelado pensándole al oído que nada cambió, que el pueblo sigue con las mismas hambres que en los noventas de Cutral Có, que en los dosmiles de la estación Avellaneda, que los planes siguen siendo planes, dos mangos y el estigma, que no hay trabajo ni revoluciones en los amaneceres, que los gobiernos siguen jugando con los peoncitos de la calle, con los que salen de los barrios como hormigas negras y patean la nueve de julio ya sin pensar en cambiar lo roto como en ese 26 de junio sino apenas para sostener la sopa del otro día, sin sueños ni mañanas, sólo sobrevivir apenas con veinte lucas en los palacios del consumo oficial.
“Cortar rutas es hacer un esfuerzo y una acción para poder cambiar la situación en la que estamos viviendo. Cambiarla de fondo. No nos vamos a casa tranquilos porque tenemos un plan de 160 o 200 pesos. Hay un montón de cosas para cambiar acá en la Argentina” y era Darío el que decía hace veinte años precisos que había que transformar ese cementerio helado del invierno dos mil dos en un día urgente y abrir el Puente Pueyrredón a los descartados del mundo para tomar por asalto la alegría y los almuerzos, la felicidad y la casa calentita y una música compañera para que todos la bailen. La sangre de su espalda se derramó por los rieles y por la Hipólito Yrigoyen, fue yendo por Gerli hasta Lanús y avisó a todos que era sangre con la que había que mancharse porque era la sangre de la espalda de Darío y era la sangre de la revolución que parecía morirse pero no.
Creerá, Darío, en estos veinte años, que nadie mojó los dedos en ese rojo, que nadie se manchó la ropa ni la frente ni los ojos con esa sangre porque todo sigue como estaba. Veinte años atrás. Cuarenta y dos por ciento de pobres, sesenta y cinco de inflación, los movimientos sociales mezclados con los peores y los piquetes malditos, satanizados, los que suben desde los barrios, raros y desconocidos, negros, abandonados, con los colmillos de los lobos en sus yugulares, verá Darío esta intemperie veinte años después, con su sangre derramada corriendo todavía por la avenida roja, escrita en verso por Maxi Kosteki y las sangres que se mezclan, la del poeta y la explosión ética del ser humano que estaba a salvo pero se vuelve a la estación para cubrir al compañero y pararle con las manos lo que se le escapaba y levantarles la palma a los monstruos y nadie paró, ni la sangre ni los monstruos y la espalda de Darío desangró al mundo.
La historia desangrará algún siglo los pómulos sin rubor, los hombros de la cobardía, las cinturas de la impunidad, los dedos de los digitadores. Hoy es la sangre de Darío con la de Maxi la que sigue corriendo por la avenida que toca los pueblos del sur.
Y aunque ellos, como si nada, gobiernan, duermen en paz, opinan, juzgan y deciden, hay una sangre bella y fuerte que acecha. El combustible para cambiarlo todo.
Edición: 4136
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