La resurrección de Blas

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Por Claudia Rafael

(APe).- El vía crucis de Blas hasta llegar a su sacrificio final sigue vivo a dos años y cinco meses de su muerte. Los pibes encerrados hoy en el Instituto Lugones de Azul, pichón de cárcel para los más chicos, ven en el mito y la crucifixión de ese pibe nacido y crecido en los márgenes de Olavarría, la representación de sus propias biografías. Y se reconstruyen desde la lectura, como suerte de espejo ajado, de “Blas, el pibe que nació con el destino marcado”, nota publicada en esta Agencia el 6 de marzo de 2019.

Blas, que irrumpió en el mundo cuando el país se desangraba entre privatizaciones y pobrezas sistémicas, que creció en una barriada de olvidos, que fue expulsado de todo sitio de ternuras y sueño, llevado una y mil veces a una comisaría desde que era apenas un pibe que se soñaba pájaro y mariposa, que fue esposado dentro de una escuela y llevado a un calabozo oscuro, que fue encerrado en institutos de menores y que, cuando la mayoría de edad se hizo visible, su cuerpo joven ya cansado terminó en una cárcel de Sierra Chica desde la que sólo salió esposado y casi muerto a terminar sus respiros en un camastro de hospital.

Hace apenas un manojo de meses, el artículo de APe impreso en papel, llegó de la mano de un docente al centro cerrado de detención. Al salón en el que funciona lo que llaman Anexo 3051 de la Escuela de Educación Secundaria N° 5. Sobre una mesa amurada a la pared del salón “Blas se sentaba a tomar mate cuando estaba en el Lugones porque ahí el sol entra por la ventana”, le escribe el docente a APe. “El sentido de recordar a Blas junto con los chicos que están hoy es para poder pensarnos, pensar el encuentro de nuestras vidas dentro del proyecto de la escuela, pensar en algún punto ¿cuál es el valor de lo que hacemos? Dimensionar qué significado tiene el encierro, cuáles son nuestras historias, pensar en los seres queridos y en qué valor tienen para sus vidas. Y, sobre todo, atreverse a suponer cómo van a seguir cuando recuperen la libertad”.

En una cama del hospital municipal de Olavarría, transcurrieron, en marzo de 2019, los últimos instantes de Blas. Con esposas que amarraban sus tobillos y sus muñecas de 22 años a los caños. Para que no se escapara en medio del coma farmacológico, del respirador, del tubo desde el que le hacían diálisis. Con la bacteria de neumococo desparramada por su cuerpo y devorados ya los pulmones, el hígado, los riñones, el páncreas. En un acting en el que el servicio penitenciario reafirmaba así que Blas seguía siendo de su estricta propiedad.

“Los chicos sienten a la historia de Blas como muy propia. Dicen ellos que es de su rancho”, sigue el docente. Y ese “rancho” de pertenencia colectiva conoce de encierros tempranos, de violencias multiplicadas y de demasiados callejones sin salida.

“La historia de Blas les da tristeza. Y quieren entender por qué le pasó todo porque sienten que no son justos ni el abandono, que es parte de sus vidas, ni el rechazo por el lugar que ocupan. Tal vez se trata de un presente que los deborda. Para muchos es simplemente la forma de vivir que tienen en la que si no matas te matan. Una forma de vida rodeados de armas, violencia y formas de vida aprendidas como la manera de resolver las cosas”.

Una foto de Blas con dos pibes que compartían encierro. La mateada sobre la mesa amurallada. La bandera de La Renga por detrás como banda de sonido de sus vidas mientras todavía resuena por algún lado que el niño está en la vereda, esperando por el sol y aunque ya no habrá mañana, siempre espera algún rayo planeta de la fantasía quiere volver a aspirar hasta que el sueño es pesadilla y el día nunca más vendrá.

Blas que se sobrevivía y recaía mil veces. Que se reía y se enojaba con el mundo. Que conjugaba el verbo vivir en exclusivo tiempo presente. Como el resto de los pibes que decidieron darle trascendencia a un anónimo como lo son ellos. Que lo sacaron de ese universo de los nadies para hacerlo mural y verse (a él) y a ellos mismos figura cotidiana corriéndose del lugar de los dueños de nada. Los que que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

Para empezar, de una vez por todas a darle voz al grito y llenar de presencia ese ausente eterno que les acompañó las mañanas y los días. Llenar de color a Blas es darse color a sí mismos, atreverse a la libertad y a empezar a soñar una vida que rompa de una vez con el circuito de la tragedia y la crucifixión. Y comenzar a admitir que la rabia y el grito pueden empezar a nacer como sueño colectivo.

Edición: 4368


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