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Por Facundo Lo Duca (*)
(APe).- Esta vez, intenta llegar a la cima. Primero es una bolsa de consorcio reventada lo que pisa; después una de escombros, siguen restos de un árbol incendiado. No le falta nada, llega al esqueleto de un lavarropas, esquiva un neumático agrietado, sólo un poco más, pero la empinada sinuosa lo estanca, como si una pared se levantara. Igual ríe, animoso. El viento cálido de enero en su cara, la honda de madera enfundada, lista, a la cintura y esa posibilidad de verlo todo. Las amarillas y ruidosas máquinas excavadoras, frondosos camiones que entran, descargan y salen, amigos del barrio. Cinco de la tarde y Elian, con diez años, ropa rasgada, ojos hundidos y profundamente negros, se divierte sobre 20 metros de desperdicios. Está de vacaciones en el basural más grande de Mar del Plata.
Cuando se despliega un mapa oficial de La Feliz, emitido por el EMTUR (Ente Municipal De Turismo), el barrio Monte Terrabusi, en la periferia sur, no figura, no existe. Tampoco las más de 30 familias que viven allí, conviviendo con el principal basural de la ciudad. Es enero y para el turismo, y la intendencia, sólo importan los barrios costeños. “Mar del Plata: La felicidad es tu destino”, reza un aforismo en el mapa.
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-No rescaté nada…
Elian, lamentándose, baja encorvado y flexionando las rodillas para evitar rodar desde un morro pútrido, una montaña hedionda. Le pregunto si no le gustaría estar en la playa, jugando en la arena o refrescándose en el mar. “¿Para qué? Nos queda lejos y acá siempre encontrás algo para vender y cuando voy a la escuela, no puedo ir. Las maestras se enojan”.
Su colegio, el Esteban Echeverria n°44, queda en el barrio Antártida Argentina, a dos kilómetros del basural. En periodo escolar, ni bien salían, él y sus amigos venían caminando algunas veces, sin decir nada, para adentrarse en esta manzana entera inundada de desechos. Olor sofocante, ratas que parecen caniches, podredumbre. Pero, también, un trabajo. Muchos vecinos, y desde otros barrios, recolectan plástico y cartones que luego venden en un depósito, a pocas cuadras. Así lo hacia su papá -cuenta el pequeño recolector- y así lo intenta hoy él.
Monte Terrabusi se formó en 1945. La empresa Terrabusi había comprado lotes de tierras para edificar y, después, vender los terrenos. Pero el negocio falló y los abandonaron sin una sola casa construida, hasta que el ímpetu del tiempo lo convirtió en un paraje sórdido, desolado: un monte. Sus vecinos construyeron las primeras viviendas precarias sin agua, luz o gas y hoy, 70 años después, muchas continúan igual. La ciudad posee uno de los mayores índices de déficit habitacional de la provincia de Buenos Aires. En 2016, la O.N.G Techo hizo el último relevamiento urbano y visibilizó 10.635 familias, al menos, viviendo en condiciones marginales, sin servicios básicos, ni recolección de basura y más de 35 asentamientos informales que se extiende por los márgenes. Ese año, el actual intendente, Carlos Arroyo, de Cambiemos, se expresó al respecto: “Tenemos el apoyo del presidente y está cumpliendo. Falta que llegue el dinero para terminar con los graves problemas de Mar del Plata. Queremos que no haya más barrios de emergencia, que todos sean comunes. No necesitamos lujos, pero sí una cosa decente, que iguale a la gente. Pensamos llevar la música clásica y el trabajo al centro mismo de los asentamientos”. En el barrio, según los vecinos, aun no se escuchó el sonido cándido de violines al sol.
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Ahora, con un trozo de madera fino y largo simula una lanza. La hunde entre desperdicios viscosos, con una mirada fría y calculadora. Intenta distinguir entre la maleza retazos de cartón, plástico o algún objeto que se pueda arreglar o volver a usar. Tajea las bolsas para ver su interior, revuelve en rápidos movimientos los restos en el suelo, pero no encuentra nada. Una bandada de palomas picotea en un festín a unos metros. Sigiloso, clava su herramienta al suelo y toma la honda. Con una piedrita como munición, estira la goma para atrás hasta tensarla por completo. Mira, apunta. Dispara, pero las aves escapan con un aleteo estrepitoso. Gotas de traspiración surcan su cara, el calor rabioso ya le molesta.
Mira de soslayo la salida cuando un amigo suyo aparece con algo entre las manos. Lleva un parlante para conectar celulares en forma de Minions, ese famoso y amarillento personaje de Disney. Elian se acerca y los dos inspeccionan: sin rajaduras o aberturas, pintura estable, un poco sucio, nada que agua enjabonada no solucione. “Funca, mirá”, le dice su compañero y los ojos del aparato prenden en rojo. Eso le hizo olvidar el calor. Decidido, entonces, volvió por su lanza y continuó hurgando entre pequeños montículos, con semblanza incansable, bajo una ardiente lámina de sol.
Laura Canestraro, doctora en sociología, especializada en urbanidad e investigadora del CONICET- Mar del Plata, afirma que la cuestión del hábitat nunca estuvo en la agenda local. “Desde mediados de los ´70 y ´80 se amplía el proceso de conurbanización en la ciudad. Luego, con la crisis del 2001, crecieron aún más los barrios desde la periferia. Lo que tenemos hoy es un proceso de expansión intra-urbano. En lugar de densificarse, se hace una ciudad más difusa”, explica la especialista, que también dirige el grupo de estudios socio-urbanos de la Universidad Nacional.
Canestraro, también, justifica la omisión de algunos barrios en los mapas por dos motivos: una decisión política de no mostrar “el otro lado” y la falta de un consejo local de habitad y vivienda. “Hoy no se producen datos duros respecto del déficit habitacional. No hay un organismo que se encargue de recolectar información para que eso, luego, se cristalice en una política estatal. De hecho, va en contra de la Ley 14.449 de Acceso Justo al Hábitat de la provincia, aprobada en 2012, que estipula la creación de consejos en los municipios para intervenir sobre estos temas”.
Laura aclara que, si se aplicara de manera correcta la Ley, se podrían generar más recursos destinados a combatir la crisis. “Una las medidas que prevé son los impuestos a grandes proyectos urbanos, como Shoppings o cadenas de supermercados. Deben pagar un tributo diferencial y no lo hacen. También aplica para las propiedades que están ociosas y los vacíos urbanos, que especulan años en el negocio inmobiliario por la concentración de la propiedad”.
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-Este viene del centro, advierte un hombre robusto con cara angulosa.
Un camión recolector ingresa al predio y el escenario se transforma. Los visitantes abandonan sus búsquedas. Sueltan las bolsas y dejan, algunos, los carros con pliegues de cartones apilados para dirigirse, como en una procesión, al punto de descarga. Elian lo advierte y, rápido, se une al grupo de nueve personas que, poco a poco, cercan al potente vehículo, expectantes. La carga comienza a inclinarse con un ruido áspero de engranes crujiendo y los ojos de sus acólitos vacilan cuando la vertiente de residuos cae en forma de cascada. Luego, todo es hostil.
El grupo entero se avasalla sobre la basura, como quien camina por el desierto al agua. Elian se hace lugar para revisar, pero una mano huesuda le cruza el pecho. “Acá, no. Tomatela”, gruñe un hombre mayor y escuálido. “¿Qué te pasa viejo?”, lo enfrenta, tenaz, con mirada agria mientras su inocencia se desinfla. Insiste por otro lado, no se rinde ante la suerte esquiva. Saca, revuelve, rompe. Nada. La ronda disminuye. Poco a poco, aminora su esfuerzo, como si buscara involuntariamente. Hasta que un paquete envuelto, dentro de una bolsa, le vuelve la sonrisa. Medialunas. Ríe, otra vez, está en la cima, de nuevo. Las siete de la tarde y el cielo estalla de colores estivales, tiñendo toda naranja la pradera de los despojos.
(*) Facundo Lo Duca se adjudicó el Primer Premio en el Concurso de Crónicas “Alberto Morlachetti”
Edición: 3599
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