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Por Carlos del Frade
(APE).- La poesía expresa el deseo, el contraste entre la esperanza y la invención de la pesadilla contra la mayoría de los seres humanos. El amor, la muerte y el poder, dicen los grandes escritores.
Hay poesías que sirven para luchar. Para empujar en la pelea. Versos que acompañan, como pueden, a los que le ponen el cuerpo a las grandes palabras como libertad e igualdad.
Y esos versos, esas poesías viajan a través del tiempo y enfrentan distintas realidades.
Cuando Vicente López y Planes escribió el himno nacional tenía veinticinco años.
Casi doscientos años después, la mayoría de los muchachos de la edad que él tenía cuando escribió los versos del himno, están desocupados.
Cuesta imaginar a un muchacho de veinticinco años escribir aquellos versos pletóricos de orgullo y que después fueran prohibidos. Los que decían: “se levanta a la faz de la tierra una nueva y gloriosa nación, coronada su sien de laureles y a sus plantas rendido un león”.
Difícil que un pibe de veinticinco años de 2005 sea capaz de sentir lo que dicen aquellos versos prohibidos de la poesía que intentaba acompañar a los que sangraron en pampas inimaginables, desiertos profundos, montañas nevadas y bosques sin salida.
Habrá que preguntarse, además, qué lectura ofrecería el propio Vicente López y Planes de sus propios versos ante la contundencia de ciertos números.
“Ved en el trono a la noble igualdad...”, repiten los versos del himno mutilado y hasta subordinado a la metamorfosis de su música que nada tiene que ver con la original.
“Ved en el trono a la noble igualdad...”, soñaba aquel muchacho.
Profecía del amor venciendo a la muerte y al poder despótico.
La igualdad elevada al trono de la vida cotidiana.
Iguales en la existencia. Todos en el trono. Todos iguales en la vida y en la historia. Eso soñaba aquel muchacho de veinticinco años que se llamaba Vicente López y Planes cuando escribió la poesía primera del país que recién empezaba a construirse.
Por esos mismos días, un tucumano, revolucionario y apasionado, Bernardo Monteagudo, escribía en “La Gaceta de Buenos Ayres”, la necesidad de propagar el “santo dogma de la igualdad”. Monteagudo, vocero de San Martín y Bolívar, terminaría asesinado en una tumultuosa noche limeña. No pudo hacer cuentas sobre la suerte que corrió el “santo dogma de la igualdad”.
Pero los versos de Vicente López y Planes llegaron al principio del tercer milenio y se enfrentan a las cuentas que el tucumano no pudo hacer.
Un reciente informe del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos presenta el abismo que separa a los que más tienen de los que fueron saqueados en las últimas décadas.
“Como en los hogares más pobres vive más gente, cada integrante del 10 por ciento de las familias más ricas recibe 31 veces más que cada persona de los hogares más pobres”, comenta el periodista económico Ismael Bermúdez.
La cuestión es que en ese impersonal diez por ciento de la población naufragan cinco millones ochocientos mil personas. Ellas disponen de 54 pesos por mes para empatarles a las necesidades básicas. A razón de un peso con ochenta centavos por día.
Mientras que en “las riquezas acumuladas en pocas manos”, como denunciaba Mariano Moreno, esa máscara del diez por ciento, abarca a dos millones cuatrocientos mil personas que disponen de 1.676 pesos por mes cada una. Es decir, 56 pesos cada veinticuatro horas.
Una explicación a semejante fosa social es que “los ingresos de la gente ocupada asalariada, profesional o por cuenta propia aumentaron menos que los de la población que vive de renta, de ingresos financieros o de capital”.
No está la noble igualdad en el trono de la vida cotidiana.
O el trono se mantiene y la igualdad sigue siendo una bella y necesaria bandera para pelear.
La poesía destronada.
López y Planes desocupado, excluido.
La poesía que pide a gritos volver a pelear para que el amor le gane a la muerte y al poder.
Fuente de datos: Diario Clarín 02-07-05
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