La pesadilla guaraní

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 Por Carlos del Frade

(APE).- Tres mil años antes de Cristo, decenas de familias guaraníes partieron del corazón del Amazonas y emigraron hacia el sur, siguiendo los cursos de las caudalosas aguas marrones. Conocieron al pariente del mar y lo llamaron Paraná. Lo acompañaron hasta casi su desembocadura pero antes de llegar al agua salada decidieron construir sus malocas, sus casas comunitarias circulares porque en ciertas islas hallaron su paraíso, el lugar señalado para construir el aguyje, la vida en plenitud, donde la memoria se hace realidad, donde los sueños colectivos abrazados por generaciones y generaciones pueden concretarse. El aguyje, la plenitud de los guaraníes, donde todos podían ser felices. La Tierra Sin Mal, el aguyje. Eran las islas que estaban frente a un vasto territorio que luego se llamaría el Pago de los Arroyos y mucho más tarde, Rosario.

 

Tres mil años después, la Tierra Sin Mal sigue siendo una meta, un sueño todavía no alcanzado. Y los descendientes de aquellos primeros habitantes de Rosario tampoco conquistaron su esperanza colectiva.

"Entre los pobres de la villa, los más pobres son nuestros aborígenes", dice el sacerdote franciscano Joaquín Núñez, sobreviviente de mazmorras, censuras y persecuciones varias, actual director de Asuntos Indígenas de la provincia.

Según los datos que maneja el viejo luchador de las legendarias ligas agrarias del Chaco, hay casi 19 mil personas que “sobreviven en una pobreza extrema” en la ciudad que suele repetir con orgullo su supuesto origen del otro lado del Atlántico, repitiendo el mito liberal y racista que sostiene que los argentinos son europeos exiliados.

No hace mucho tiempo atrás, desde la propia intendencia rosarina se pidió al gobierno del Chaco que intentara retener a los pobladores que desde hace décadas vienen al sur para buscar algo de todo lo que carecen. Semejante declaración no cayó nada bien en las comunidades originales que sobreviven en la ex Chicago argentina.

En realidad, desde hace mucho tiempo que las mayorías no gozan del beneficio que tienen unos pocos en la ciudad que alguna vez fue obrera. No solamente los tobas, guaraníes, wichís o querandíes.

Veinte años atrás, cuando desbordó el arroyo Ludueña y las principales calles de la zona norte de la ciudad se convirtieron en imprevisibles riachos urbanos, los empobrecidos inundados de Empalme Granero se diferenciaban de sus vecinos tobas, como si sufrieran algo distinto. Allí volvió a manifestarse la mayor perversión del sistema: hacer enfrentar entre sí a los que viven en el mismo lugar social y sufren iguales consecuencias de exclusión, la famosa y permanente pelea de pobres contra pobres.

Los inundados del barrio no querían saber nada con los inundados tobas que vivían a dos cuadras. Y sin embargo, corrían la misma suerte.

Tiene razón el padre Joaquín cuando dice que “los más pobres entre los pobres” son los descendientes de los pueblos originarios.

Una realidad que pone de manifiesto las hipocresías que atraviesan la ciudad que se levantó sobre aquel sueño guaraní el aguyje, de la Tierra Sin Mal.

La urgencia de las mayorías es que se haga presente y concreta aquella esperanza colectiva pero, mientras tanto, la prepotencia de las minorías inunda los medios de comunicación cantando loas al nuevo desarrollo de la ciudad abrazada por las aguas marrones del Paraná.

Cantos de sirenas que no llegan a penetrar en las existencias cotidianas de los que son ricos en necesidades y angustias.

Casi diecinueve mil rosarinos descendientes de los pueblos originarios viven en la exclusión, flagrante comprobación de la continuidad de un saqueo que viene desde hace mucho tiempo.

Fuente de datos: Diario La Capital - Rosario 19-04-06

 


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