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Por Alberto Morlachetti
(APe).- “Nos habíamos amado tanto” le ponía título a nuestro tiempo de juventud cuando desnudábamos nuestros cuerpos como “hazaña de los sentidos” y en nuestras almitas las caricias sin fondo se tuteaban en lo profundo.
El cine nos regalaba emociones con La Strada de Fellini, Los Compañeros de Monichelli o La Batalla de Argel de Pontecorvo. La literatura de Vallejo, de Rulfo, de Conti o de García Márquez le ponía palabras al idioma de todos, “al amor del que nos aguarda lastimado”. Que era posible otro destino: el diminuto carbón de la esperanza.
Eran los tiempos de Tosco, Walsh, Salamanca, del Negro o de Marito que le ponían nombre a la poesía siempre en clave de “venas abiertas” a lo largo de “una línea oceánica” de trazado purísimo. Habían escrito con sus vidas el advenimiento del socialismo -que latía como un corazón enamorado- apurando calles para encontrar el “paraíso que todo hombre merece al menos una vez en su vida”.
Según pasan los años nunca imaginé que la nueva utopía fuese el capitalismo. Explotadores y aventureros -de medio corazón- que eligen la muerte por simple fidelidad a un principio: que unos pocos hombres le hagan imposible la humanidad a otros.
Con los nombres de Scioli, de Moyano o Gioja devenidos en candidatos “revolucionarios del capitalismo en serio”, conocí el insomnio. Ese insomnio -escribe Fellini- del que se quejan los enfermos, los viejos y los olvidados. Horas maravillosas de la noche robadas al sueño, ese sepulturero aprovechador de claros de luna.
No me dejéis morir sin la esperanza de ser incomprendido, supo escribir Oscar Wilde.
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