Más resultados
Comienza a tratarse en comisiones la imputabilidad a los niños desde los 13 años. Una vieja discusión que, en tiempos crueles, parece destinada a concretarse. Un sueño acariciado por los mismos que se esmeran en seguir edificando las condiciones de vida para el descarte y el desahucio en los márgenes.
Por Claudia Rafael
(APe).- Es hoy el día en que se empieza a discutir en la Cámara de Diputados de la Nación un nuevo proyecto para bajar la edad en la que imputar a quienes cometan un delito. Esta vez los impulsores sueñan con poner esa vara en los 13 años. Según el ministro de Justicia fue su par de Seguridad quien lo convenció de ubicarla en esa edad y no en los 14 como él pensaba. Esta nota puede parecer conceptualmente vieja en el tiempo. El problema, en verdad, es que vuelve por enésima vez el mismo debate que se fogonea desde hace décadas. Que a los 15, a los 14, a los 13, a los 12. Un sueño acariciado por los mismos que se esmeran en seguir edificando, con enorme cuidado, las condiciones de vida para el descarte y el desahucio en los márgenes.
Silvia Guemureman y Alcira Daroqui hablaban hace un par de décadas del pasaje de la niñez a la minoridad a partir de una cultura de la dominación, desde el control de una clase por sobre otras. Y es ése un punto clave. Porque se trata de niños cuyas vidas se desarrollan en contextos de exclusión en los que se los prepara para ser la génesis del delito. Así se los muestra, así se los va empujando a un abismo de difícil salida.
Sin embargo, al tomar –por caso- las tasas delictivas de la provincia más populosa del país, la de Buenos Aires, de más de un millón de delitos cometidos a lo largo de 2023, apenas el 2,3 % fueron cometidos dentro del Fuero Penal Juvenil. Es decir, 1.036.696 en el universo adulto contra 23.846 cometidos por menores de 18. Y, tomando exclusivamente los homicidios, que constituyen el más grave de todos los delitos hubo en ese año 737 cometidos por adultos contra 66 en el Penal Juvenil. Mientras tanto, la mayor injusticia social siempre está apuntada hacia ellos. Siete de cada diez niños son pobres. Entre cinco y seis pasan hambre o se saltean un par de comidas. Y el sistema, en su perversidad, está esperando, a la vuelta de una esquina, el momento en que salgan a robarse el alfajor, el celular o las zapatillas que les negaron. O el dinero para comprárselos.
Desde los viejos tiempos de la sanción de la Ley Agote hasta la actualidad han cambiado normativas, se han modificado modos de nombrar más acordes a un presente de mayor otorgamiento teórico de derechos, se transformaron las mecánicas de sanción, sin embargo, las infancias más castigadas y relegadas siguen entrampadas en circuitos de exclusión que no les permiten tener en sus manos las llaves para una vida de dignidad plena.
Para comprender cabalmente el concepto basta recorrer las vidas de pibes que terminaron sus días en un instituto de menores -que no le envidian nada a una cárcel maloliente- al que regresaron una y otra y otra vez más. Exiliados primero de una casa digna, de una educación plena, de un alimento rebosante de nutrientes y proteínas, de una cama caliente por las noches y un cuento a la hora de dormir, de un barrio con calles y servicios, de una vida amable colmada de sueños y de perspectivas de futuro. Y transformados en desesperados victimarios a cuyo servicio se ponen las instituciones cuando los rodean dentro de redes para delinquir (sería excesivo armar nuevamente el listado de historias tantas veces hecho en esta Agencia).
Es casi una operación matemática que concluye demasiadas veces adentro de una comisaría o un instituto de menores. Como aquellos ocho (algunos con menos de 12 años) muertos en la Comisaría del Menor de Formosa en 1989 cuando reclamaron prendiendo fuego los colchones y sugestivamente los carceleros no encontraron las llaves para abrirles la celda. Como los tres que en 1995 murieron bajo la misma mecánica en la comisaría de Canning, en Esteban Echeverría. Ciudad en la que 23 años más tarde se repitió la escena donde fueron masacradas 10 personas en otra comisaría. O los cuatro que murieron víctimas de la masacre en la comisaría 1º de Quilmes, en 2004, entre 15 y 17 años.
La clave de este tipo de debates está en el concepto de inseguridad. En cuál es la definición de esa palabra. Y cuál es el momento de una historia vital en que se desviste a una persona de todo viso de humanidad. En qué instante exacto dejó de ser un pobre niño maltratado, victimizado, vejado, olvidado, golpeado para pasar a ser un victimario, un ser despreciable, abyecto, digno de las peores penas y los más crueles castigos.
La esencia misma de esta discusión es cómo evitar ese camino de espinas y perversidades en su historia. Cómo construir una sociedad igualitaria en la que no se trate de una carrera feroz por la supervivencia fugaz en donde lo único válido sea el castigo y las penalizaciones a edades cada vez más tempranas. Sino más bien en un modelo de solidaridades en el que para muchos niños y niñas la vida sea un tiempo feliz con derecho a soñar.
Otras notas sobre la temática (en orden de publicación)
La imputabilidad de la juventud exiliada
La muerte de Chuky, otro Chuky
Imputables pero no trabajadores
El Angel o la construcción del delincuente
Suscribite al boletín semanal de la Agencia.
Fundación Pelota de Trapo nació hace décadas para abrigar de las múltiples intemperies a niñas y niños atravesados por diferentes historias de vulnerabilidad social.
Agencia Pelota de Trapo instala su palabra en una sociedad asimétrica, inequitativa, que dejó atrás a la mayoría de nuestros niños y donde los derechos inalienables de la persona humana solo se cumplen para unos pocos elegidos por la suerte