La Niña que vende diarios

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Por APe (glorieta)

Mientras estábamos tomando café, una niña se nos acerca gritando, con el tono habitual de los canillitas: “¡Razón tercera, Diario cuarta, ultima hora!”

Es una chicuela vivaz, flacucha, de ojos inteligentes y gesto descarado. Podrá tener hasta doce años. Aún no se han señalado en su nimio cuerpo las características femeninas. Larguirucha y esmirriada, pálida, con la palidez de la mala comida y de la infecta habitación (…) tiene, sin embargo, la nerviosidad de los pajarillos, la malicia de los gorriones. Y después de dejar a lo largo de las mesas su grito mecánico: “¡La Razón, el Diario!”, salta corriendo a la calle y desaparece.

 

¿Comprendeis, lectores, la especie de revolución que este hecho significa? Se desmorona, por de pronto, la mágica leyenda de la América dorada. Si un país cuenta ya con muchachitas que venden sobre el barro las hojas diarias, no podrá considerarse más como la tierra de promisión para los desvalidos del mundo. Si yo fuera, pues, una autoridad, mandaría retirar inmediatamente a esa chica que vende diarios, en aras, de la gran reputación americana y por conservar el viejo prestigio del país del oro.

Se ha particularizado Buenos Aires hasta ahora por una cualidad hermosa: ha sido siempre una ciudad varonil. Trabajan los hombres, corren y sudan sólo los hombres. Esta preciosa forma de civilización masculina, que ha dado un carácter tan enérgico y singular a la metrópoli, comienza a desvirtuarse. Y si la mujer, si especialmente la infancia femenina invade el vasto palenque de la ciudad y arrastra su tristeza por los duros entreveros de la lucha por la vida ¿qué negro tono adquirirá el pueblo que ha sido el paraíso de las mujeres y la gloria batallante de los hombres?

Allá lejos, en Europa, la conquista del pan tiene fecha de milenarios. Hace muchos siglos que en Roma y París, en Madrid como en Londres, la procura del sustento entabla sus feroces contiendas. Si una ciudad como París, por ejemplo, a pesar de su lujo y su magnificencia, muestra un aire tan duro y triste, es a causa de esa lucha por el pan; no ya por la fortuna, como aquí, sino por el simple pan cotidiano. Y las mujeres, sobre todo, prestan su pincelada más sombría. La mujer interviene allí por todas partes en la feroz disputa. Ella es portera, es vendedora, es trapera, es basurera, es verdulera, es cuanto se puede ser. Y en los días más fieros del invierno, cuando la lluvia helada empaña el crepúsculo neblinoso, las mujeres sin edad, casi sin sexo, las chicuelas pálidas, corren vendiendo sus diarios, ante la opulencia de la ciudad, como una injuria palpable a la civilización y a la dicha…

Se imitará ese mismo cuadro en Buenos Aires? Los que aspiran a parecerse en todo a Europa, como un negro desea parecerse a un blanco doctor, se alegrarán del suceso: pero será un desencanto para quienes quisieran que la América conservase su virtud de excepción, su original cualidad de país inmune, alboreado por toda suerte de leyendas mágicas, doradas, prodigiosas.

¿Quién podrá hacer retirar de las calles a esas muchachas canillitas que se inician ya, y que pronto llenarán con su miseria la población? ¿Podrá hacerlo el gobierno? ¿O el congreso? ¿O la intendencia? ¿Podrán hacerlo todas esas instituciones benéficas que se inspiran en el amor al niño indigente y que disponen del corazón y del dinero de tan ilustres damas? Cualquiera que pueda hacerlo, debe apresurarse a cortar el mal desde el principio. Antes de que Buenos Aires, que cuenta ya con una población de menores callejeros verdaderamente prodigiosa, se llene también de un enjambre de chicas y jovenzuelas ambulantes.

Por José N. Salaverría - Revista Caras y Caretas 13 de Setiembre 1913 Nº 780 Año XVI.


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