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(APe).- Entró al mercado de Maiduguri como tantas niñas, como todos los días. Estaba vestida con la abundancia del recato musulmán. Tenía apenas diez años y su torso –es decir, entre la cintura y su norte- estaba endurecido de muerte. Hay épocas en que los niños son saqueados de su humanidad. Transformados en cajas, en pequeños containers.
Son mulas que trasladan cocaína de país a país. O son bloques de cemento donde se rodea y se ajusta un chaleco cargado de dinamita. Los niños dejan de ser personas, vida potente, sujetos políticos, transformadores del mundo, habilidosos que lo dan vuelta como a una media. Y se transforman en cajas.
Apenas. Llenas de trotyl, dinamita, TNT. A las que alguien hace detonar desde lejos en nombre de un dios al que obliga a ejercer la muerte.
El mercado de Maiduguri, Nigeria, quedó arrasado. Era la hora en que se vuelve un hormiguero: se eligen las verduras, los dulces, el alimento del día. Ella llegó, pequeña, con la inocencia extrema de quien tiene diez años y no sabe bien qué es ese abrigo tan macizo en días de calor.
Explotó cuando la cacheaba una guardia alerta por tanto horror sembrado por Boko Haram.
Ella se desintegró en el aire sin darse cuenta. Sus pedacitos se desparramaron, anónimos, por Maiduguri. Donde ya no hay mercado. Donde ya no hay niña porque la infancia suele ser un bocado dilecto en los entramados hondos de la crueldad.
Una niña pequeña, con los miedos encaramados a su piel, se perdió para siempre entre los fuegos de un estallido mientras otros, tan pequeños como ella, se hunden en los ropajes de otros terrores. Niños desintegrados por misiles en las plazas de Gaza, niños muertos sin alfombra mágica en las calles de Bagdad, niños asesinados por los mismos imperios y la vieja Europa que marchó hipócritamente y bien lejos de la gente el lunes último en las calles libertarias de París.
Edición: 2846
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