La mujer que le hablaba al viento

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Triste piel del universo

Eduardo Mallea

Por Miguel A. Semán

(APe).- Lomas de Zamora, viernes a la tarde. Dos plasmas mudos, como espejos enfrentados, anuncian el hallazgo del cuerpo de Luciano Arruga. Estaba en la morgue del Santoyani, dice el zócalo. El bar está casi vacío, me siento frente a una de las pantallas y pido una cerveza. Abro Chicas bailarinas, el libro de Margaret Atwood e intento leer. Los ojos vuelven solos a la pantalla. La foto del chico y el anuncio.

El mozo trae la cerveza y me dice que está a punto. Le contesto que sí, como si me hubiera estado esperando. Sirve un poco más de medio vaso y la espuma tarda en formar una capa de apenas medio centímetro. Demasiado fría. Vuelvo a Atwood, leo una línea, es inútil. La pantalla sigue congelada en la foto de Luciano, quién sabe qué estarán diciendo las voces silenciadas de los comentaristas. Nada necesario, seguro. Cierro el libro y saco la mirada a la vereda. A mi izquierda, de frente, al otro lado del ventanal, sentada a su mesa para cuatro comensales, una mujer habla sola. Esboza una sonrisa a la altura donde debería estar la cara del receptor de la sonrisa y sus palabras. Le calculo más de setenta años. Se sirve un poco de coca cola en el vaso y creo que dice: Está bien, gracias. Toma el tenedor y come algo que parece una ensalada un poco complicada. Deja el tenedor apoyado sobre el plato y dice algo que no entiendo. De pronto descubre que la he estado mirando y se calla. Abro el libro, finjo que leo y ella retoma el diálogo, hace un ademán, abre las manos como si quisiera comunicarle al otro que está a gusto ahí, con él o ella, en esa tarde templada de octubre. La espío y le descubro otra sonrisa. Me siento un profanador de almas, como si la hubiese sorprendido en una plegaria secreta.

Entra un matrimonio. Más o menos la misma edad que mi compañera del otro lado de la ventana. El hombre me queda de frente. La mujer, con el pelo cortado a lo varón, mira la misma pantalla que yo y le dice al marido que encontraron el cuerpo de ese chico. ¿Cuál? Estaba en la morgue del Santoyani, dice la mujer. El hombre un poco corto de vista mira hacia su televisor. Tarda un poco en acomodar las imágenes y las ideas. Al fin se convence. Tanto tiempo, dice. Sí, el que desapareció en el 2000. No, en 2009, corrige ella. El mozo se para a su lado y se queda mirando al televisor. El zócalo ha cambiado, ahora informa que la madre de Luciano se descompensó. Pobre madre, dice el mozo. El matrimonio, con las miradas cruzadas, asiente. Yo siento que los ojos se me llenan de lágrimas, para disimular vuelvo a Margaret Atwood. No leo, pero al menos conjuro la tristeza.

Mi compañera de afuera le dice al viento que todo estuvo muy rico. Al menos eso creo entender. No abre demasiado la boca, pero leo sus labios aunque casi susurre; quienes están a su lado, del otro lado del vidrio, saben menos que yo de lo que dice. Ella otra vez me descubre mirándola, parpadea y calla. Pero sólo unos segundos. Debe de haber sido, cuando tenía con quién, una conversadora compulsiva, y ahora, sola, no puede contenerse. La vida sigue pese a todo, parece que quisiera decir a nadie en particular, sino a todos los que gusten mirarla. Toma el vaso y vuelve a beber. Se siente a sus anchas. Ríe. No como una loca, como una mujer a la que algo le hace gracia.

Cambio de imagen. La hermana de Luciano, entera, armada de dolor, dice algo que la mudez de las pantallas no logra apagar. No hace falta el volumen. Ella, por sí sola, es toda furia y sonido. Imagen partida. El hombre que tengo enfrente se ajusta los anteojos y le pregunta a su mujer si ése que está ahí es Horacio Verbitzky. Ella cree que sí. El hombre dice que está muy viejo, mucho más viejo que cuando él lo conoció. Yo miro la imagen y pienso que es verdad, pero que el hombre también ha envejecido, como Verbitzky, como yo, como la madre de Luciano Arruga, como los policías que lo levantaron el 31 de enero de 2009. De pronto la mujer le dice a su marido, es el pibe que la policía torturaba porque querían que robara para ellos. El hombre mira a ningún lado, le sale una sonrisa torcida. Creo que es su forma de acorralar la amargura.

El mozo, parado ahí, me mira y yo miro a la mujer de afuera. Ella pide la cuenta y sigue hablando con el otro. El que no existe. Dice que no. Sonríe. Ahora parece más joven que yo, más liviana que todos, ajena a las noticias que a casi nadie le importan. Habla pausadamente, como si quisiera ser muy clara. Al final sonríe y hace un gesto que no y que sí. Tal vez. El mozo le acerca la cuenta y ella apenas se sobresalta, como si pasara de un mundo a otro sin ningún problema. Busca en su cartera, saca los billetes y vuelve a sonreír. Yo sería incapaz de semejante proeza.

Qué barbaridad, dice el hombre. El mozo mira angustiado y le pregunta qué se van a servir. Piden dos cortados. La tarde afuera se va llenando de gente. Dos mujeres jóvenes entran al salón y se sientan a una mesa junto a otras dos que yo no había visto. Tres de ellas se saludan y ríen. La tercera sólo saluda. Es de esas que no se ríen nunca. Mi compañera al otro lado del ventanal parpadea como si le molestara la luz, el sol o el aire que no ha cumplido sus promesas. Habla otra vez, con leve convicción. En un segundo cambia de andarivel y bromea con el mozo que le trae el vuelto. Sostiene la sonrisa hasta que vuelve a quedarse sola, con la ausencia de enfrente.

La hermana de Luciano Arruga habla frente a un manojo de micrófonos. Sus palabras no entran en el bar ni en el tumulto que se viene. Llega más gente. Pese al pronóstico de lluvias y tormentas el sol declina en calma. Nadie cree en los augurios. Mi compañera de afuera toma la cartera y se levanta. Seria. No se despide de mí ni de su misterioso acompañante, como si supiera que ahora ha comenzado la verdadera soledad. La enfrenta con la cabeza erguida. Le hago una seña al mozo que la atendió. Se acerca y antes que le pregunte nada me dice: Viuda. Venía todas las tardes con el marido. Él le hablaba en voz muy alta, es sorda como una tapia. Pienso en la forma en que la mujer movía los labios como para que alguien se los leyera, como si el sordo fuera el otro.

El matrimonio no habla de otra cosa que de este país increíble. La policía corrupta. Ese cuerpo camuflado entre los cuerpos. La morgue. El cementerio y otra vez los NN. Entre los dos arman el pasado como si fueran una sola memoria. Les envidio la fuerza compartida, esa capacidad para llenar con luz las oscuridades del otro. Me pregunto qué será del que quede cuando el primero se vaya. Tal vez una conversación a solas en la vereda de un bar.

Termino la cerveza y pediría un whiskey triple, pero no es hora de borrachos. Tiempo de señoras a tomar el té. Adolescentes patronas de la tarde y tipos que las miran con una mezcla inconfesable de culpa, piedad y deseo. Pido la cuenta y pago, salgo del bar, dejo atrás al matrimonio envidiable. Me subo al coche, enciendo el décimo quinto cigarrillo prohibido. Arranco y prendo la radio, busco noticias de la noticia. Fútbol. Pelea de un bailarín con un funcionario. Indignación porque chicos de quinto año hicieron un barrial en una plaza de Belgrano. Nada sobre el hallazgo del cuerpo de Luciano Arruga. Todos seguimos en silencio. Los que hablan no tienen volumen y quien quiera saber debe leer en los labios las palabras mudas del dolor. Pienso en la mujer que le hablaba al viento. Pienso en la madre de Luciano, en su hermana, en los hombres mudos que no sabemos decir lo que sentimos. Poco a poco nos envuelve la noche, la soledad. La triste piel del universo.

 

Edición: 2802


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