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Por Julián Axat, especial para APe
(APe).- A fines de 2008 yo asumía como defensor penal juvenil de La Plata, en el medio de una “ola” de casos por la que los medios hacían campaña contra los menores de edad, buscando estremecer a la sociedad y así endurecer las leyes y bajar la edad de imputabilidad. Uno de esos casos, recuerdo, ocurrió en Avellaneda y los medios lo apodaron como el nombre del famoso personaje de las películas yanquis que remiten al "un muñeco maldito" que cobra vida y solo quiere matar.
Chucky, Chucky, Chucky, más Chucky, siempre un Chucky…
Una larga cadena de “Chuky´s” que van a repetirse con el tiempo en todos los lugares del país, y que los medios utilizarán para ensalzar las monstruosidades minoriles. Pero Chucky Lezcano, el de Dock Sud, será el más original. El primero. El que dio rienda suelta a una saga. La matriz del huevo de la serpiente o un ensayo que sectores de la sociedad preparan para reproducir la crueldad, mientras otros se aprovechan de ella.
Recuerdo que por entonces me tocó recorrer los centros de encierro y pude hablar con él. Miguel Lezcano se llamaba y vivía con su familia en una casilla de Villa Tranquila. Hijo de un panadero alcohólico y una madre que limpiaba casas para mantener a sus tres hijos, subsistían con lo que podían. Su hermano mayor había sido internado en un psiquiátrico debido a su fuerte adicción a las drogas. “Miguelito” (su verdadero apodo para sus amigos) cruzaría esa frontera y seguiría los mismos pasos de su hermano, pero robando y juntándose con gente del barrio que le ofrecían trabajos ilegales.
En 2002 protagonizó una famosa toma de rehenes en un supermercado de Gerli que fue filmada en detalle por la televisión y hasta hoy se puede ver en youtube. Y en 2008, cuando yo lo conocí, lo detuvieron por integrar una banda de secuestradores, organizaciones criminales vinculadas a la policía y que –entonces- se logró desarticular (pero a un costo que implicó la renuncia del Ministro de Seguridad de Scioli, el actual fiscal Carlos Stornelli, quien se fue denunciando el reclutamiento de menores en el delito).
Recuerdo a Miguel Lezcano sentado en una mesa de cemento del Centro Almafuerte, en Abasto, contando a otros -que lo miraban alucinados- cómo se había entregado al Grupo Halcón frente a las cámaras de televisión. En ese minuto de fama, ya hablaba con el argot delictivo de un preso de 30.
Como le habían asignado a un defensor de Lomas de Zamora, mi conversación con él giró sobre su situación de “engome” de la que se quejaba.
Alguien me contó que –ya de grande- le tocó estar preso. Que pasó por la Unidad 42 de Florencio Varela, por la 40 de Lomas de Zamora y se fue en libertad con la pena cumplida de la Unidad 17 de Urdampilleta.
Pasaron 15 años y durante todo este tiempo no supe nada más de su vida. Todavía lo recuerdo sentado en una mesa de cemento. Se lo tragó la tierra, o los medios ya no hablaron de sus andanzas.
Hasta hace pocos días. Cuando los diarios titularon sobre su asesinato de una puñalada que le habría dado la víctima de un robo en una situación que aún resta por esclarecerse. Entonces la maquinaria de la designación volvió a colocar nombres: “Chucky”. Y no todo este tiempo en el que fue “Miguel” (un laburante, un padre de familia, un hombre de 28 años). Porque Chuky volvió a ser Chucky, quedando reducido en el acto, al estigma de siempre, y a un final cantado.
“Chucky", muerto. “Miguel Lezcano”, muerto. Todos los pibes y copycats de "Chucky", muertos.
El pasado vuelve a toda velocidad y anuncia la muerte. Como si hubiera un maleficio del que no podemos despertar.
Edición: 4129
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