La medicina y el desprecio

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Por Carlos del Frade

(APE).- No hay consuelo para María Suárez y Victoriano Gutiérrez. En poco menos de un mes sufrieron la muerte de dos de sus cuatro hijos. Ellos viven en la puna catamarqueña, a catorce horas de viaje en mula del puesto sanitario más cercano. No llegaron a tiempo para atender a Andrea, de solamente un año y medio; ni a María Guadalupe, de cuatro meses. No podían respirar bien y su papá no llegó a tiempo para encontrar algún médico en esos lugares olvidados de cualquier planificación, ya sea estatal o privada.

 

Andrea y María Guadalupe, el 15 de agosto y el 10 de setiembre, respectivamente, se fueron a la pampa de arriba porque no tuvieron asistencia médica.

Un funcionario de tribunales tomó la declaración de los padres devastados. Repitieron que no pudieron encontrar ningún médico. La neumonía, entonces, hizo lo suyo.

-Queremos ver qué tenemos -imploraron María y Victoriano.

Macabra marca registrada del sistema: las víctimas creen ser los culpables.

“Qué es lo que tienen” quieren saber los padres a quienes se les murieron dos nenas porque no quieren perder todo.

El problema es lo que no tienen.

Lo que no está en la vida cotidiana de María, Victoriano y sus hijos.

No está el servicio esencial de la prestación de salud.

Ellos viven en El Conejo, en medio de las serranías de El Cajón, a 3.500 metros sobre el nivel del mar, casi en el límite con Salta y siempre rodeado de nieve durante el invierno.

Ahora, un fiscal dispuso el traslado de la familia a la ciudad de Santa María. Alguien que funciona como funcionario del Estado tomó nota que todavía les quedan dos chicos de cuatro y ocho años a la pareja y que había que protegerlos. Ahora, dos muertes después.

Pero siguen sin tener médicos en El Conejo, en el corazón desolado de la puna catamarqueña.

Ellos no tienen acceso a un médico y sin embargo, desde las cuidadas mesas de trabajo del VIII Congreso Argentino de Salud que se hizo en Bariloche, en los mismos días que María Guadalupe iniciaba el viaje final, los profesionales allí reunidos, sostuvieron que “en la Argentina hay demasiados médicos y están mal distribuidos en el territorio nacional”.

Dicen que hacia 1998, había 108 mil médicos matriculados y que, en la actualidad, suman 130 mil profesionales del llamado arte de curar.

Un médico cada 330 habitantes, cifra que duplica la media recomendada por la Organización Mundial de la Salud.

Sin embargo no hubo ningún médico en El Conejo.

Estados y privados decidieron que no tengan médicos los pibes que nazcan en ese lugar.

Que había que seguir con la lógica del país saqueado. Concentración de riquezas, concentración de tierras, concentración de bancos, concentración de conocimientos y concentración de médicos en los lugares ya establecidos por la geografía del poder.

La salud no es un derecho, es un negocio. Y los negocios hay que hacerlos donde se debe, piensan los vendedores del servicio.

Porque, en definitiva, se apela a los viejos significados de las palabras y las permanentes consignas del desprecio cultural.

Si salud quiere decir salvación, los que no tienen acceso al servicio, en realidad, sufren una tragedia, nunca la consecuencia de una decisión política individual y colectiva. Ellos, los padres, son portadores de un castigo y por eso se sienten culpables, por eso preguntan “¿Qué tenemos, que se nos mueren los hijos?”. Porque, al decir del sentido común hecho a imagen y semejanza de los que diseñaron la Argentina para pocos, en el país sobran los médicos.

Andrea y María Guadalupe se murieron como consecuencia del código genético de la política nacional, los empobrecidos no tienen derechos, apenas pueden aspirar a los milagros.

Fuente de datos: Diario Clarín 09 y 14-09-05

 


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