La leyenda del tiro chanfleado

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Por Angel Fichera

(APe).- Antes, mucho antes de que los futbolistas fuesen habilidosas mercancías con un numerito en la espalda, cuenta el abuelo que en el barrio crecieron como yuyo los potreros, que con ingenio y seis postes se transformarían en improvisadas canchitas de fútbol y luego en clubes sociales y sportivos. En lo que tiempo después sería el Club Orien¬tación Juvenil, se destacó como delantero el rengo Omar Tribiño, y quedó para siempre la leyenda de su tiro chanfleado.

Al rengo le faltaba una pata, la izquierda más precisamente, según supe averiguar. Después de un feo accidente se la tuvieron que amputar antes que la infección le llegase a los huesos. Hábil carpintero ebanista, el rengo se inventó una pata nueva en cedro torneado a la que le talló un pie con la exquisita forma de un botín profesional, bien afinado en la punta. A pesar de la tragedia, a fuerza de voluntad, su juego se hizo más vistoso y florido. Su andar cloequeante pero decidido alcanzó rápidamente la fama. Venían de otros barrios a enfrentarse contra el equipo de ese ren¬go que usaba la zurda con la precisión de un taco de billar. Y fue allí, en esos aguerridos combates de balompie, en que Omar Tribiño refinó su técnica del tiro chanfleado. No era de rastrón, ni un golpe del empeine, ni siquiera de puntín. Ni oblicuo ni torcido, el efecto chanfleado se basaba en un sutil y hasta lento chumbazo con el que el rengo dibujaba en el aire como un pintor lo haría sobre un lienzo.
Son muchas las anécdotas, más o menos creíbles, que aún se conservan de su actuación en aquellas reñidas competencias. Se cuenta que en un partido contra Amor y Lucha, ejecutó un corner con tanto efecto que la comba que tomó la pelota le dio tiempo para ir a cabecearla. Hazaña que ingresaría en los anales del fútbol amateur como el único gol olímpico de cabeza que hasta hoy en día se registra.
Pero sería en la final con Sacachispas, su más acérrimo competidor, cuando Tribiño quedaría inmortalizado en la memoria deportiva del barrio. Ante la importancia del evento y la reconocida peligrosidad del adversario, el rengo pidió licencia en el trabajo y se dedicó a entrenar la semana entera. Hasta bien entrada la noche, bajo la luz mortecina del farol de la esquina, se lo veía practicar contra el portón de la fábrica de rulemanes, intentando esta vez combinar potencia con puntería.
Y el domingo siguiente, ante más de doscientos hinchas que doblaban los tablones con el peso de su expectativa, tuvo, por fin, la oportunidad de mostrar para un gran público todo el arte de su disparo endiablado.
Fue en un tiro libre. Con cinco contrincantes de barrera. Iban empatando tres a tres y faltaban apenas dos minutos para terminar el juego. Dicen que el rengo hundió la pata en el barro como quien le pone tiza al taco. Tomó impulso, la desenterró de golpe y el balón salió corcoveando. A velocidad de tortuga y algo de relámpago. Torcido y esquivando rivales con giros maléficos. Dio en el travesaño y lo astilló. Ejecutó una última pirueta en remolino ante el desconcierto del arquero. Por fin entró en la valla vencida agujereando la red, algo chamuscada por la fuerza del impacto. Y como si nunca hubiese tocado el piso, la pelota se elevó por los aires hasta perderse de vista para siempre.
Se comenta que algunos fanáticos, viejos curiosos y hasta empecinados arqueólogos, todavía la siguen buscando...

Edición: 2429


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