La lenta justicia por Napalpí

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Por Mariano González Vilas

 

Fotos: Ana Laura Beroiz

 

(APe).- El pueblo Qom y Mocoví espera desde hace años un grito de justicia que le sacuda la modorra al letargo estatal. Tras 90 años de espera, la fiscalía federal de Resistencia abrió una investigación de oficio para iniciar un juicio de lesa humanidad por la masacre de Napalpí de 1924 ejecutada por la policía de Chaco bajo las órdenes del Gobernador Fernando Centeno contra los pobladores indígenas del lugar cobrándose.

Asimismo, se ha avanzado en el mismo sentido con la causa sobre la masacre de El Zapallar en 1933. Entre las dos masacres se registraron alrededor de 300 muertes. La Fiscalía tomó declaración a un sobreviviente de ambos acontecimientos, Pedro Balquinta.

Son bocanadas de aire en la silenciosa noche de los 522 años. No revive los muertos, no pone en jaque al camaleónico sistema que sigue siendo el peor criminal con los mejores métodos. No cuestiona las relaciones de poder ni distribuye las riquezas pero es un respiro en la asfixia cotidiana, un paso que empodera al pueblo en su organización hacia el buen vivir.

El poder económico coloniza los caminos tras la bruma del capital y para 1920, el blanco del algodón guiaba los pasos mercantiles y de la mano de obra semi esclava que engordaba los bolsillos ajenos y vaciaba las panzas propias.

 

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Cuando los mercados se abren, se cierran para deglutir en sus entrañas lo que queda de humanidad. El Estado moderno se ha edificado sobre las tumbas de aquellos que pretendían otro modo de vida; y en esa construcción de Estado, el poder político se ha encargado cuidadosamente de preservar el monopolio de los mercados mediante su otro monopolio: la fuerza. En el amanecer del siglo XX, era necesario introducir al mercado de trabajo y de consumo a los indios, a esos seres reticentes a la lógica del sistema, esos salvajes que vivían en autonomía, con su cosmovisión y cultura; con religiones propias, alejadas de los dogmas del pecado y el castigo. Por eso fue necesario en esa edificación de poder y homogeneidad política y cultural crear las “reducciones aborígenes” tendientes a disciplinar los cuerpos y las mentes que no encastraban en ese andamiaje hegemónico.

Primero el despojo de las condiciones materiales de existencia, luego el aislamiento en reducciones para culminar con el acorralamiento que obliga a vender la fuerza de trabajo súper precarizada para poder subsistir. De esta forma eran introducidos mediante la violencia física y simbólica al engranaje de consumo y despojo que propiciaba la acumulación de capital. En las reducciones, donde eran sometidos a realizar trabajo semi esclavo, los nuevos asalariados recibían vales intercambiables por insumos en tiendas bajo el dominio de los mismos patrones que los explotaban en las reducciones.

 

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La historia de la colonización es también la historia de la coyuntura económica: para fines del siglo XIX el precio internacional de la carne se disparaba, producto de los avances tecnológicos en materia de conservación de alimentos bajo temperaturas bajo cero, augurando ganancias extraordinarias a los pichones de ganaderos latifundistas, propiciando así las campañas del desierto y el gran Chaco; el auge del oro blanco del algodón inscribía en la historia los tristes designios de espaldas rotas para unos y bolsillos llenos para otros. El auge sojero de estos días sigue desencadenando el despojo sistemático a los originarios y campesinos poseedores de territorios ancestrales, despreciados años atrás, dejando a cambio enfermedades terminales para unos y moneda fuerte para otros. Cambia el sujeto histórico, persisten los métodos.

 

Cuando los de arriba se abrazan, los de abajo mueren

Los hermanos Qom y Mocovíes vieron multiplicarse para 1923 las hectáreas cultivadas de algodón al compás de la creciente suba de los precios internacionales y tuvieron la indigna idea, rebelde, subversiva, foránea y demás adjetivaciones que establece el poder para justificar el horror, de exigir mejores condiciones laborales.

El miedo aterró a los patrones que temieron rebotes de una Patagonia rebelde; y cuando el temor invade a los de arriba, la sangre se derrama. Resultaba menester mantener en las reducciones a los indios para preservar el negocio ya que muchos pobladores indígenas se veían tentados de desplazarse hacia los ingenios de Salta y Jujuy donde la paga era mejor. Por tal motivo el Gobernador Centeno prohibió la migración indígena por fuera de las reducciones. Luego, llegó la orden final de Centeno y los soldados del poder, siempre dispuestos a derramar la sangre del Otro, amparados en el fantasma del malón, cumplieron con creces. Las fuerzas del orden escupieron sus balas durante más de 40 minutos contra la población indígena armada sin más que la dignidad en el pecho acribillado.

Dos semanas más de persecución y aislamiento concretaron la hazaña en la que la policía degolló a machetazos, cortó orejas y penes como extraña muestra de virilidad y de triunfo para luego exhibirlos. Los niños sobrevivientes fueron regalados a las familias acomodadas de la época como sirvientes.

 

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El Estado moderno se ha construido a fuerza de negar la diversidad cultural de nuestro territorio, y para eso ocultar los muertos que desechaba sistemáticamente fue una tarea celosamente cuidada. Uno a uno ha ocultado debajo de la alfombra de la historia los cuerpos rebeldes. La cabeza de Atahualpa primero exhibida, luego ocultada; el cuerpo del líder Túpac Amaru, descuartizado delante de la multitud con la posterior orden de no recordarlo nunca más, quemando sus tierras y salinizando sus campos.

Hasta el frágil hilo de esa esperanza raquítica de lograr llorar sobre los cuerpos les fue arrebatada a los pueblos; cargados de ese miedo que envilece temen el ejemplo de rebeldía que esos cuerpos infunden y así emerge junto al castigo ejemplificador, la desaparición en lo etéreo. Del cielo gris del sicariato lloverán justificaciones que coloreen el horror; y en ese torrente se va erigiendo la construcción de un Otro-enemigo que calme conciencias; el miedo en la sociedad civil creado a fuerza de la creación de estereotipos peligrosos es un aliado incondicional a la hora de buscar aval social que encuentre justificaciones a las matanzas.

Asociar un rasgo étnico-fenotípico-cultural con un comportamiento social es un mecanismo que opera aún (y fuertemente) en nuestros tiempos. Y en esa construcción, el malón ha sido un caballito de batalla que las elites supieron usar muy bien; lo saben las víctimas mapuches de Roca y Alsina, lo saben los Pilagá de Rincón Bomba, los qom de Napalpí y los maloneros de la paz, entre muchos otros.

 

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Se escucharán una y otra vez las mismas palabras, los mismos argumentos; la prometedora civilización sigue viviendo solo en los labios del poder. Respira en los lábiles argumentos de los de arriba, hechos a medida de la Standard Oil, de la Forestal, de los banqueros del oro blanco y verde, de las minas del Potosí, de Chevron, Monsanto y Barrick Gold. Y es en nombre de ese dios que no conocen y al que llaman progreso, que se llenan las manos de muertes. Esas que intentaron e intentarán ocultar una, dos, tres, mil veces bajo tierra.

Pero la sangre derramada corriendo por las venas de la memoria sigue su cauce lento pero seguro hacia el río de la justicia esperando el momento justo de emerger de las entrañas de la historia a tomar lo propio. La memoria de los pueblos irá lentamente desenterrando los cuerpos ocultos y como en el mito de Inkarri, la cabeza de Atahualpa en lo profundo, irá creciendo bajo tierra, con la complicidad del humus, lejos de los ojos de los colonos, enlazándose con su cuerpo nuevamente, con su pueblo; madurando poco a poco la cabeza va, engordando como la semilla bajo el tenue sol de abril resquebrajando al llano, para que una vez concretada la metamorfosis, convertido en tubérculo mágico haga estallar la tierra en pedazos alumbrando un nuevo amanecer.

 

Edición: 2719


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