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No se trata solamente de que no se dé una respuesta penal a un problema social al proponer bajar la edad de imputabilidad como remedio, sino que no exista un solo niño o niña más que viva desterrado en su propia comunidad con el solo destino de vivir infiernos sin cuento que se van tatuando en forma indeleble en sus almas que nacen puras.
Por Laura Taffetani
(APe).- Las palabras de la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich suenan con estridencia en su nueva cruzada templaria esta vez contra los y las adolescentes de 13 a 18 años que cometan delitos, los que deberán ser castigados -dice- como cualquier adulto sin contemplación alguna.
“El que las hace las paga” proclama con gran cinismo esta ministra de recorridos diversos con su lema de batalla, a pesar de que la realidad ha demostrado una y mil veces que el que paga más las hace sin condena.
Lo cierto es que, las fronteras que dividen la vida digna, esa de “necesidades satisfechas”, se van cerrando cada vez más y no existe pasaporte alguno que garantice un futuro digno para la mayoría de nuestros jóvenes.
Discutir la baja de imputabilidad, o cual sería la edad conveniente si los 13, los 14 o los 15, sin cuestionar las condiciones en las que vive gran parte de los niños y niñas resulta a estas alturas una postura realmente hipócrita.
Existen muchas clases de exilios frente a la violencia que ejerce un Estado contra su ciudadanía, pero no debe existir nada peor que sentirse extranjero viviendo en su propio país.
Durante todas estas décadas “en clave de derechos de las infancias”, la verdadera política punitiva que afectó a la mayoría de la juventud empobrecida ha sido el encierro en barrios sin destino de millones de argentinos y argentinas condenados a una exclusión sin precedentes, que se transmite en forma contagiosa de generación en generación, con sus niños y niñas que crecen al calor de un desamparo social estremecedor.
Territorios cuyas fronteras son delimitadas por un Estado “más que presente” para garantizar su control. Nada de lo que fronteras adentro sucede es motivo de preocupación para el resto de la sociedad que busca sostener su “zona de confort” sin ser fastidiada.
Pero dentro de estos barrios, sólo existe la orfandad social de niños y niñas cuyos padres o madres trabajan todo el día con dos o tres trabajos que no garantizan llegar a fin de mes y que tienen como único sostén la calle que los conduce, casi inevitablemente, a destinos inmerecidos. Madres y Padres que ven impotentes a sus hijos más grandes cada vez más complicados y no tienen a quién o a qué recurrir por ayuda, sometidos a elegir entre ellos y los más pequeños.
Vecinos y Vecinas del barrio que deben salir a trabajar temprano con la certeza que tarde o temprano se verán despojados de las pocas pertenencias que llevan encima por la crueldad que solo genera la sobrevivencia maldecida.
Y la gente que ve a los niños y niñas desgranarse sin que haya respuesta alguna por parte de las agencias estatales que lo único que ofrece es un futuro de penas.
Así se vive en los territorios empobrecidos, convertidos en verdaderos guetos, lejos de las almas bellas de la academia de conferencias magistrales sobre derechos vulnerados. Territorios controlados por el delito organizado conducido o apañado por los punteros políticos obedientes al gobernante de turno y la complicidad como no puede ser de otra manera, de las fuerzas de seguridad y la justicia local. ¿O es que nadie sabe en cada barrio quién y dónde se vende el paco que envenena los sueños de muchos de nuestros jóvenes?
Es cierto que la pobreza no lleva necesariamente a que los niños y niñas cometan delitos, pero de lo que sí podemos estar seguros es de que los que se encuentran presos por cometerlos provienen de esas familias empobrecidas.
Según una nota publicada en Ámbito Financiero antes de la pandemia, los niveles de exclusión en los últimos 50 años del país (1970-2020) han señalado valores de pobreza estructurales cada vez más altos. Del 5,7 % de pobreza promedio en la década de 1970 se pasó a 19,6% en la década siguiente, para luego crecer a 26,4 % en la década de 1990 dando el salto en la década del 2000 al 36,4 %. La excepción al crecimiento sostenido fue la década del 2010 en la que bajó el porcentaje, pero para mantenerse en valores igualmente en el dato duro del 29,3%. Y estamos hablando de cifras anteriores a la pandemia.
Como las recurrentes crisis económicas no son otra cosa que mecanismos de transferencias de ingresos, cada vez que tuvimos una crisis el número de pobres creció. Una vez salidos de esa crisis el número desciende un poco pero nunca vuelve a los valores previos, por lo que la pobreza fue creciendo indefinidamente a lo largo de estas últimas cinco décadas, configurando la llamada “pobreza estructural”, concepto que sirvió para calmar conciencias y aceptar resignadamente que más de un tercio de la población de la Argentina no tendrá jamás posibilidad de alcanzar una vida digna.
Obviamente que estas cifras, previas a la pandemia, se han ido agravando exponencialmente al correr de los años y al compás de “la mano invisible” del mercado. Según Infobae (con números de la Universidad Di Tella), la pobreza en Argentina alcanzó en el primer trimestre del año a 22,6 millones de argentinos de los cuales 3,2 millones se sumaron abruptamente tan solo desde diciembre del año pasado.
Y cuando hablamos de pobreza no nos referimos solamente a la insuficiencia en las condiciones para acceder a las necesidades básicas de vida sino a su impacto en la población marcada por la fatalidad. Esos niños y niñas que crecen en las familias “no elegidas”, que saben que no sólo no pueden, sino que tampoco podrán; que en la escuela dará lo mismo si aprende a leer, contar o no, porque no están llamados a pensar y lo que es peor, que están condenados a no sentirse amados por una sociedad que los hizo invisibles y cuando los cruza involuntariamente, los mira de soslayo.
Por supuesto que, dentro de las políticas punitivas para esta población, aquellos que no se adecuen al destino manifiesto tendrán por respuesta la cárcel o la pena extrajudicial de muerte, eufemísticamente llamada “gatillo fácil”.
Por eso si vamos a hablar de la baja de imputabilidad no podemos, sin hipocresía por supuesto, hablar de esta respuesta en términos de derechos que se pierden, porque las y los adolescentes que figurarán en la nómina son parte de esa pobreza estructural y hace mucho tiempo ya que esos derechos los perdieron, si es que alguna vez los tuvieron realmente.
Eso no significa que no debamos pelear por impedir, por lo que significa a nivel simbólico, la baja de la imputabilidad, lo que estamos diciendo es que no se puede ver el árbol sin ver el bosque.
Son tiempos en los que ha quedado demostrado que las palabras vacías, lejos de la realidad, poco sirven para cambiarla. Porque no se trata solamente de que no se dé una respuesta penal a un problema social al proponer bajar la edad de imputabilidad como remedio, sino que no exista un solo niño o niña más que viva desterrado en su propia comunidad con el solo destino de vivir infiernos sin cuento que se van tatuando en forma indeleble en sus almas que nacen puras. Ésa ha de ser nuestra pelea y que es sola nuestra, nadie vendrá a hacerlo por nosotras y nosotros, y no se resuelve con comunicados y pronunciamientos cuyo único compromiso es una firma, ni flyers bien diseñados, ni posts compartidos en las redes sociales, se necesita dejar de naturalizar la desigualdad, asumir qué tipo de sociedad realmente queremos como pueblo y cuánto estamos dispuestos a transformarla.
Foto de apertura: LaTinta.com.ar
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