Paloma, Josué, Lucas y el wokismo

La impiedad programada y los cánceres que quieren extirpar

Los martirios de Paloma, Josué y Lucas en el país de la crueldad programada. El conurbano que desprecian pero que desesperan por conquistar. La urdimbre gobernante y los cánceres que quiere extirpar. El despertar a la justicia y el woke. El insulto y la impiedad como política.
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Por Silvana Melo

(APe).- El conurbano huele a choripán y a baño público en las plazas, a pelopincho en las veredas, a cartonero bajo el sol de 35 grados, a asentamientos baldíos, a autos tuneados, con la trompa al piso y los parlantes con reggeton afuera. Huele a inmigrantes paraguayos, bolivianos, peruanos, concentrados en el único territorio generoso que los recibe como recibe a salteños, formoseños, jujeños, catamarqueños. Migrantes todos de una patria que parece distinta pero también es de acá. Como Florencio Varela y Moreno.

Paloma y Josué, 16 y 14, se habían enamorado tanto como cuando se hacen huequitos en el día para verse. Se encontraban en los patios baldíos de esa casa artera que se ha vuelto Florencio Varela en las décadas del derrumbe. Una tardecita se toparon con la muerte. Enredada, sospechan, con narcos, policías y un mundo oscuro e inexplicable. A los dos les explotaron las cabezas con una piedra de escombros. Tal vez vieron algo que no debían. Y les costó la vida. Esa vida pequeña, flamante, que recién estrenaban para abrazarse.

Como la vida de Lucas Aguilar, de 20 años, arrancada de cuajo en Moreno, 70 kilómetros desde el sur al oeste, en la misma tierra olvidada y sombría de los confines del conurbano. Lucas, un delivery, trabajador precarizado, con la vida jugada en el pavimento veinticuatro por siete. Esta vez, tratando de ubicar su cuerpo en medio del cuchillo de la disputa entre las penurias de un puesto de venta de alfajores.

Y se le fue la vida. En la hoja del cuchillo. Sin más disfrute que el fernet y la pizza de un sábado. Y algún sueño, guardado en la mochila de repartidor.

Los tres, víctimas de un sistema atroz que desiguala brutalmente. Los tres expuestos en la obscenidad mediática como herramienta política para la urdimbre gobernante. El caso de Lucas fue utilizado por el presidente y su ministra de Seguridad Nacional (aterrador título estreno) como si fuera un héroe repatriado de una guerra que no se libró. “Héroe del pueblo, honor y gloria”, tuiteó la ministra.

Paloma y Josué, los chicos de Florencio Varela

Los tres chicos murieron en el conurbano. Un mapa inexplicable que apila el 35 % de la población en el 0,5 % del territorio. 15 millones de personas a las que los alienígenas de Casa Rosada desprecian pero mueren por conquistar. En la caja de herramientas de la trama gobernante se almacenan el desdén, el odio, la grosería, una sexualidad rara y extraviada, el maltrato, la mentira flagrante y la cancelación de todas las victorias, de todas las luchas de décadas.

El conurbano, donde murieron Paloma, Josué y Lucas a pedradas y cuchillo, huele a choripán y a baño público en las plazas, a pelopincho en las veredas, a cartonero bajo el sol de 35 grados, a asentamientos baldíos, a autos tuneados, con la trompa al piso y los parlantes con reggeton afuera, a universidades desdeñadas en Matanza y entre los esqueletos de las fábricas de Avellaneda. Huele a inmigrantes paraguayos, bolivianos, peruanos, concentrados en el único territorio generoso que los recibe como recibe a salteños, formoseños, jujeños, catamarqueños, todos migrantes finalmente de una patria distinta, lejana, al norte, donde se ardió de calor y fuego en los días que pasaron, donde se apagó la luz horas y horas en los días que pasaron. Y a nadie se le movió un pelo. Porque el presidente siguió insistiendo con que pronunció y no pronunció la escalada miserable de Davos. Y aunque se caiga el mundo a su alrededor, el wokismo es el cáncer que hay que extirpar.

Lucas Aguilar, de delivery asesinado en Moreno

Mientras los viejos se van muriendo antes de lo debido, mientras los pibes se empobrecen envueltos en una neblina que los separa de un futuro que ya ni se ve, mientras las rutas matan porque se abolió la obra pública, mientras los hospitales se cierran en la nariz de los abandonados por la salud pública, el presidente prescinde de la Organización Mundial de la Salud, como un cachorrito detrás de su amo. Acaso cuando Trump invada México él enviará tropas con Bullrich a la cabeza.

Mientras la pobreza, la marginalidad y la crueldad del estado (que se corre para abrigar pero se refuerza para reprimir) se sacan de encima a los jóvenes más desprotegidos, el presidente inicia campañas horribles que no benefician a nadie que no sea el esperpenterío que lo sigue por streaming.

La adhesión ciega a la urdimbre gobernante, la que nace del hartazgo al progresismo que creó derechos pero no transformó vidas que, en la práctica, siguieron pobres, precarizadas y sin porvenires a mano, no se para a pensar en la miserabilidad de Davos. En “los homosexuales pedófilos” y en “el cáncer espantoso que son el feminismo, el ambientalismo, la inmigración y la ideología de género”. Para quien preside y su esperpenterío siguiente.

¿De qué está hablando?

El adherente ciego sólo siente que el horror de sus últimos años (especialmente si tiene 25 y sus últimos años es su vida entera) lleva las caras de Alberto F, Massa y Cristina. Y de Fabiola con el ojo negro.

Entonces no le importa.

Ni sabe lo que es el wokismo.

Ni lo que es ser woke.

Porque de repente llegó alguien que provocó la irrupción de un vocablo inglés, pasado del verbo wake, sin ninguna necesidad, porque Lucas Aguilar vivía en Moreno y lo mataron sin que supiera qué significaba pero si el presidente dice que es un cáncer que hay que extirpar seguro que tiene razón. Porque Josué y Paloma no sabían que woke significa desperté y tal vez los asesinaron sin que supieran que ellos mismos despertaron un día a ese sentimiento tan azul y que ese despertar no era para que nadie lo extirpara.

Marcha antifascista el 1F en Buenos Aires

Woke fue el desperté de la comunidad negra de los Estados Unidos en los años ’60. Se trataba de mantenerse despiertos ante la injusticia racial. Luego se extendió a estar consciente a las inequidades sociales y políticas. En 2017 el diccionario de Oxford lo introdujo en sus páginas con el significado de “alerta ante la injusticia en la sociedad, especialmente el racismo”. En 2020 lo rescató Trump y, en este segundo desembarco, su súbdito lo bajó al virreinato de estos pies del mundo para condenar al wokismo. Y en él, a las mujeres –las vivas libres y las muertas por ser mujeres-, a la sexualidad vivida en libertad sin ser abominada por perversión, a los inmigrantes que busquen una vida mejor sin ser deportados ni prisioneros en sucursales de guantánamos, a los que luchan por un ambiente sano, sin venenos en los sembrados ni recursos naturales regalados a las multinacionales ni minería con cianuro.

Si todo esto es ser woke.

Y si el wokismo es un cáncer que hay que extirpar.

Horrible mundo les queda para vivir a los adolescentes y a los niños que sobreviven a Paloma, a Josué, a Lucas.

Desde las instituciones del estado se baja que la sensibilidad y la lucha contra la injusticia y la desigualdad son tumores sociales a extirpar, si se odia desde arriba y se insulta y el modelo a seguir son los monos de cola enrojecida como consecuencia de los triunfos presidenciales, cuánto queda por remar en la formación de chicas y chicos, arcillas en pleno moldeado.

Cuánto queda por remar para desmentirlo.

Se llame woke o lo que sea. Es humanidad. Construcción colectiva.

Es plantarse ante el poder porque unirse a él para los de acá abajo siempre, siempre, será vasallaje.


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