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Por Claudia Rafael
(APe).- Tal vez lo soñaron mártir antes de su primer vagido. Y por eso el nombre: fue Jesús, para que nadie lo olvide. Era “el Flaco” Jesús Miguel Villalba. Hasta que en los pobres desamparos de las orillas tucumanas, una bala le destrozó la cabeza. Sus 20 años estallaron en el caos de ese instante en que los policías plantaban bandera, acuartelados y exigieron –como suele exigir el poder armado- sueldos inalcanzables para el común de los mortales trabajadores. Hoy, una pequeña gruta de cemento, lo muestra sonriente al Flaco. En esa imagen congelada de la que no pudo huir porque tendrá 20 años para toda la vida, acompañada por un par de ramitos de flores plásticas, las estampitas de la virgen y de San Expedito y un porro que les recuerda a sus amigos los tiempos en que compartían cumbia y birra. Y que –relatan- hace que el Flaco se sienta un poquito menos solo.
La gruta fue construida por los pibes que, como “el Flaco”, nacieron en Banda del Río Salí, en el gran Tucumán, en las espaldas del supermercado “Chango Más”, en el exacto borde en que se derramó la sangre. En la Tucumán de los privilegios, aquella de la que los gobernantes suelen pasear en camello en los Emiratos Arabes, miles de niños crecen entre desnutriciones y vulnerabilidades. Esas tierras quedaron en la cúspide de la pirámide de muertes durante el acuartelamiento policial de diciembre hasta que un primer semi acuerdo avaló salir nuevamente a reprimir.
En aquellos días “la gente quería salvarse la vida porque los ‘ratis’ tiraban a pegar. Nadie lo podía ayudar porque ellos también tenían miedo”, contó por estos días el primo del Flaco, con el codo apoyado sobre la gruta que lo recuerda. “Esos giles dejaron a una chiquita sin padre. Un asesino, por más que sea policía, tiene que estar en la cárcel”, reclamó. “Si te ven en la calle, te paran porque te ven mal vestido o porque piensan que tenemos drogas y si tenemos drogas es porque somos consumidores, no porque somos transas ¿Usted piensa que ellos les caen a los transas? No. Ellos saben quiénes son, dónde están, pero buscan a los que pueden buscar”, renegó junto al resto de los amigos.
La del Flaco Jesús fue una muerte impuesta. Y su ausencia fue elevada por los amigos y los familiares a un estado de permanente existencia. Su sonrisa, enrejada en esa pequeña
gruta de cemento, es el dedo acusador que denuncia la violencia estructural. “Ni muerto has perdido tu nombre”, recuerda el escritor Luis Gusmán que Agamenón dice en La Odisea a Ulises. Y por eso Gusmán insiste: “Que el epitafio exista es insoslayable para la identidad. Saber quién es el muerto y dónde está su tumba es un derecho. La apelación a ese derecho en la antigua Grecia se la conocía como ‘el derecho a la muerte escrita –como si el acto de morir reinvindicara póstumamente un ejercicio absoluto del derecho”.
Porque –como supo ser en la tragedia griega- “la supervivencia del muerto a través de la pronunciación de su nombre era esencial”.
El Flaco –uno de tantos hijos de nadie, dueños de nada- adquirió una nueva dimensión al ser violentamente arrancado de la vida. “Es posible definirlas como muertes políticas en tanto es el poder de policía, el rostro descubierto del poder del Estado, el que las ha producido. El poder policial y la violencia de este poder son la manifestación más clara del poder soberano y su capacidad de dar vida y muerte (Agamben, 1998; Foucault, 1992 y 1998)” (María Victoria Pita, antropóloga, “Formas de morir y formas de vivir el activismo contra la violencia policial”).
Porque el “Flaco” era –al decir de Giorgio Agamben- el homo sacer, aquel condenado, “matable”, sacrificable, que puede ser asesinado sin que su homicida sea jamás acusado por el crimen. El contexto de los saqueos fogoneados por la policía tucumana acuartelada fue lo que propició la muerte impune del Flaco.
La bala que atravesó al Flaco Jesús lo hizo agonizar entre los festejos de una democracia diez años mayor que él. Que se volvió muerte horas más tarde. Allí donde hoy la pequeña gruta de cemento es su epitafio. Allí donde la gruta pequeña, cargada de simbolismos y radiografía profunda de la agonía (en su sentido más hondo de lucha por la vida) de los desarrapados, se traduce en ícono político de doble denuncia. Por un lado, la de la muerte más muerte del Flaco Jesús. Pero además, la de las vidas cotidianas de los que, como el Flaco, siguen respirando en las orillas.
Edición: 2739
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