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La escena de los farsantes duele en los ojos y en el alma. Duele en un futuro hecho trizas que no es el de ellos, generoso y prolífico. Sino el de la multitud a la que fueron reducidos los sectores populares, mutilados de rebeldía y amputados del deseo de transformación de un sistema que los desprecia.
Por Silvana Melo
(APe).- La grieta verdadera no es una hendidura barata entre dirigencias de country. La grieta brutal, la que se ve, se toca, se huele cotidianamente es la brecha profunda que separa a la política indolente y hueca del dolor de veinte millones de empobrecidos. La que separa a la política indolente y hueca del desamparo de la infancia. La que le da rostro a la pobreza, al abandono, al olvido allá abajo, desde donde apenas se llega a vislumbrar el escenario de la farsa.
La escena de los farsantes duele en los ojos y en el alma. Duele en un futuro hecho trizas que no es el de ellos, generoso y prolífico. Sino el de la multitud a la que fueron reducidos los sectores populares, mutilados de rebeldía y amputados del deseo de transformación de un sistema que los desprecia.
La escena de los farsantes –que se autoperciben San Martín- no habla de la niñez vulnerada, de los trabajadores precarizados sin el espejismo de la promoción, de la escuela abandónica, de las víctimas institucionales (balas policiales, salud pública en retirada, justicia de balanza cargada, veneno sistémico, desigualdad feroz). La farsa es la autodepuración de la derecha rotunda, la descarada, la que ni siquiera alterna los colmillos con el traje de cordero. Los lobos que se devoran a los tibios. Entonces los otros, la multitud de los que fueron sectores populares, deben optar entre los zombies y los vampiros. Con el desencanto que se quedó a vivir y no se agota con la garrafa. Sobrevive y cala los pies de todo boceto de esperanza. Y no le alcanza para otro deseo que esquivar la desdicha. Al menos por un rato.
Aunque por miedo (y no por desobediencia) se logre sortear la violencia berreta del alucinado, la motosierra que amenaza con talar lo poco que queda, sobrevivirá lo demás. Es decir, esto. Veinte millones de pobres (los números serán sincerados tardíamente por el INDEC), una inflación impiadosa que barre con cualquier esfuerzo, con cualquier certidumbre. Y un deterioro generalizado de la vida misma. Reducida al grado miserable de la supervivencia.
Para la infancia, la calle. Las escuelas baratas para los pobres. La boca del lobo a la vuelta de la esquina. El futuro deshilachado que espera en las ochavas de la birra y el faso.
Pero también la desobediencia que sopapee al miedo. También el desacato a la farsa. También la lucidez de una educación desde abajo, desde los rudimentos (no de las ruinas) de alguna conciencia que empiece a brotar. Como una hierba corajuda, como el agüita de un manantial. Como un géiser que de repente irrumpe, despierta.
Son los chicos y las chicas transparentes, sin mancha, sin la opacidad turbia de los responsables. Son ellos los que un día tirarán una cuerda y lograrán treparse a la escena. Tomarán la farsa por asalto, como si fuera el mismísimo cielo. Y pondrán las cosas en su lugar. Patas arriba. Como corresponde. Con los farsantes de country barriendo, abajo, su propia basura.
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