La Forestal (*)

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Por Oscar Ainsuain

 (APe).- El “Santa Fe” -que oscilaba entre denunciar a la Compañía o atacar el “extremismo” obrero- informaba que el 4 de febrero la Gendarmería Volante golpeaba salvajemente “hasta dejarlos caer extenuados” a todo vecino que circulaba por Villa Ana o Villa Guillermina, una especie de “estado de sitio” dictado por ese pseudo estado que fue La Forestal. En los días posteriores se observó un accionar de similares características, aunque no tan brutales, en Kilómetro 22, Colmena y Florencia, poblados que habían adherido a la huelga.

Con la resistencia asomaron algunos atisbos de organización, coordinación y defensa colectiva como los observados en los bosques de El Amargo, cuando los sublevados se apropiaron del ganado de la Compañía para calmar el hambre del conjunto de la población. La acción solidaria enfureció a la empresa que ordenó atacar con winchester y máuser a los “miserables cuatreros”, hecho excesivamente violento que derivó en la renuncia de 27 soldados de la Gendarmería. En Villa Ocampo también tuvo lugar otra acción planificada de los huelguistas que concentraron 150 hombres armados con la intención de acometer contra las fuerzas represivas de Villa Ana.

A la violencia desatada se sumó la decisión de la Compañía de privar a la población de pan y otros alimentos de primera necesidad, lo que provocó un incremento de la conflictividad que esa altura había llevado a la muerte a soldados, policías, gendarmes, hacheros y obreros, desde ya el sector con la mayor cantidad de víctimas. Según coinciden La Vanguardia y todas las fuentes consultadas, la brutal represión acabó con la vida de entre 500 y 600 trabajadores.

Luego de trece días de enfrentamientos, emboscadas y persecuciones comenzaron a circular versiones interesadas que hablaban del final de los hostigamientos. Nada más alejado de la realidad ya que la empresa, con la complicidad y cooperación de los poderes públicos, había decidido que los refugiados en los montes de quebracho no permanezcan en el lugar. Mientras tanto desde los medios de comunicación se alertaba sobre la violencia desatada sosteniendo “que a los tiros sería imposible pacificar a miles de personas que quedaron sin trabajo”, por tanto si la Compañía persistía en el intento debía multiplicar las fuerzas operativas “para matar a todos los obreros rebeldes”.

Hacia el 20 de febrero continuaba la cacería de los trabajadores que habían perdido todo. Permanecían escondidos en los montes junto a sus familias sin abrigos ni alimentos, realizando desesperados pedidos a los gobernantes para que los socorran con techo, indumentaria, comida y trabajo. Ese mismo día se reanudaron las tareas en algunas fábricas con la participación de un reducido número de operarios, que cuando eran sospechados de transmitir información a los refugiados recibían brutales palizas. Jumelio Méndez, un dirigente gremial preso, llegó a declarar ante la justicia que la Gendarmería “nos llegó a poner en fila de indio y nos hacía pasar al trote…y al enfrentarlo nos aplicaba garrotazos con el machete”.

Con la sistematización de los incendios se entró en una nueva fase de la persecución. A diferencia de la actitud de los obreros que siempre cuidaron las instalaciones de las fábricas de tanino para preservar sus herramientas de trabajo, la Compañía hizo todo lo contrario ya que autorizó el uso del fuego para terminar de expulsar de su territorio a los huelguistas. Primero incendiaron el local de la Federación Obrera quemando todo el mobiliario, incluida la imprenta y los libros. Luego, con un salvajismo aterrador, sin importarles que atacaban bienes de su propiedad, procedieron a carbonizar las moradas de los trabajadores que junto a sus familias debieron buscar refugio en los bosques.

En la zona de Villa Ana y Villa Guillermina se incendiaron más de cien viviendas utilizando una metodología salvaje que constaba de dos pasos: se informaba al jefe de familia que debían abandonar el hogar e inmediatamente un grupo de gendarmes prendían fuego a los techos, dejando a los moradores sin posibilidades de salvar sus escasos enseres. La Forestal, para mantener su aceitada relación con el poder político, deslindó responsabilidades sobre el vandálico accionar explicando que por su compromiso con los trabajadores había ordenado indemnizar a los danmificados. Sin embargo, no existen constancias judiciales de resarcimiento por los destrozos y perjuicios ocasionados pero por sobre todo sería muy difícil imaginar que la Gendarmería Volante, una fuerza que dependía de la Compañía, arrasara con los bienes de ésta sin su autorización.

En marzo continuaron las expulsiones, en tanto los incendios se prolongaron hasta abril. Durante los cuatro meses que duró el conflicto la violencia fue tan excesiva y brutal que hasta los medios que inicialmente, en algunos artículos editoriales, proclamaron la necesidad de reestablecer la normalidad con el uso de la fuerza pública pasaron a condenar la represión, a la que definían como “atropellos salvajes” de familias que pasaron a vivir a la intemperie.

La Forestal construía para explotar las riquezas naturales y la fuerza de trabajo en beneficio propio, pero cuando lo creía conveniente apelaba a la destrucción para amedrentar las conciencias contestatarias. En cambio, frente a la decisión de la Compañía de reducir a cenizas algo material como las viviendas, la premisa de los reclamantes –tal como se señalara- se resumía en aquella recordada frase del obrero Lorenzo Cochia “lo que levanta la mano del hombre no debe destruirlo el hombre”.

Así terminaron las huelgas de La Forestal de ese período con un territorio arrasado por la propia empresa y miles de obreros expulsados o detenidos, pero por sobre todo con el doloroso saldo de cientos de muertos. El gobierno radical, por su parte, no condenó la represión demostrando en los hechos una manifiesta parcialidad en favor de la Compañía defendiendo tanto sus intereses como sus ganancias.

Edición: 4154 

(*) Segunda parte de La memoria del quebracho. Del libro “La Forestal. Explotación y saqueo. Una historia que continúa”, Santa Fe, 2019, de Oscar Ainsuain y Carlos del Frade.

 


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