La Edad de Oro

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Por Oscar Taffetani

(APE).- Se suele dividir la Prehistoria en edades que llevan el nombre del material más utilizado: la piedra (paleolítico, mesolítico, neolítico) y más tarde los metales (edad del cobre, del bronce, del hierro). Pero no existe, para la ciencia, una edad del oro.

“El oro no es elemento esencial para ningún ser vivo”, dice escueto y terminante un manual de Biología.

 

Sin embargo, antes de aprender a escribir, el hombre ya conocía el oro. Y a partir de la escritura, las evidencias son claras. “El oro de aquella tierra es bueno”, se lee en el Antiguo Testamento (Libro de los Macabeos).

Las campañas militares romanas -incluso las que lideró Julio César- tenían como principal objetivo el acopio de oro. Cuentan historiadores latinos que los Partos, pueblo difícil de dominar, echaron oro derretido en la boca del general Marco Craso “para que saciara su codicia”.

Virgilio, en su Cuarta Égloga, echó a andar la idea de que sería el nacimiento de un niño lo que acabaría con la primacía del hierro (ferrea primum) y traería a los hombres la ansiada “Edad de Oro” (aurea mundo).

Virgilio murió en el 19 antes de Cristo. No pudo ver la Edad de Oro que soñó. Lo que sí vio y pudo marcar con verso certero fue una “maldita hambre de oro” (auri sacra fames), que llevaba a Roma a su destrucción.

Dilemas presidenciales

Distintos observadores señalaron la pesada “herencia ambiental” que el gobierno de Ricardo Lagos le deja a Michelle Bachelet, en Chile.

Ya no hay cisnes de cuello negro, por ejemplo, en el Santuario Carlos Andwanter, junto al río Cruces. Los mató la planta celulosa que Celco instaló en Valdivia.

La Ley Corta de pesca aprobada en 2002 -otro caso- provocó la ruina de los pescadores artesanales en un amplio sector de la costa y disminuyó la biomasa de merluza en un 80%, según han denunciado distintas organizaciones ecologistas.

Pero lo que constituye el mayor riesgo ambiental a corto plazo es la concreción del megaproyecto Pascua Lama, en la frontera con la Argentina, un plan de extracción de oro con métodos absolutamente contaminantes, que infiltrará con cianuro napas subterráneas, ríos y lagunas cordilleranas, pero que también modificará el paisaje del valle del Huasco, al demoler piedra por piedra los cerros, usando explosivos.

Los pozos de las minas a cielo abierto son cráteres de 150 hectáreas de extensión y 500 metros de profundidad. Son heridas abiertas de pronto, en el indefenso silencio del paisaje.

Las excusas que puede ofrecer la presidenta Bachelet, si decide incumplir con su promesa de campaña de oponerse al proyecto Pascua Lama, irían desde la existencia de un Tratado Minero firmado por los presidentes Menem y Frei en 1999 hasta el reciente veredicto de la Comisión Regional de Medio Ambiente (COREMA) de la Tercera Región de Chile, aprobando el proyecto Pascua Lama presentado por Barrick Gold (empresa de la que es principal accionista George Bush padre, ex presidente de los Estados Unidos).

También podría argumentar la presidenta Bachelet -si decide traicionar las expectativas de cientos de miles de votantes- que la empresa minera Barrick Gold ha venido desarrollando una importante tarea de acción social en beneficio de los pueblos del Huasco, en donde ha concretado el cableado eléctrico, la atención sanitaria, la refacción de edificios públicos y otras tareas que el exitoso “modelo chileno” hasta el momento no contemplaba.

Y por último (una fórmula que hemos visto usar hasta el hartazgo, en el caso de las celulosas de Fray Bentos) Bachelet podría alegar en su descargo que vastos proyectos mineros “al otro lado de la cordillera” -como el Bajo de la Alumbrera, en Catamarca; o el Cerro Vanguardia, en Santa Cruz-, igualmente contaminantes, cuentan con el visto bueno del gobierno hermano de la República Argentina.

Del Bajo de La Alumbrera se extraen anualmente 15 toneladas de oro y 165 mil de cobre. De Cerro Vanguardia, 6 toneladas de oro y 71 de plata.

Claro que no son los únicos proyectos mineros “a cielo abierto” que funcionan de este lado de la cordillera. Según el detallado mapa publicado en el sitio de Internet “No a la mina”, sostenido por la Asamblea Ambiental de Esquel y otras ONG, hay tres en Jujuy; dos más en Catamarca; uno en La Rioja; 17 en San Juan; cuatro en Mendoza; uno en Neuquén; cinco en Río Negro; tres en Chubut (sin contar El Desquite, que está suspendido) y seis en Santa Cruz (sin contar Cerro Vanguardia).

Tal como pasa con las celulosas y papeleras, sólo una comunidad -los vecinos de Esquel- fue capaz de oponerse a esa explotación que, con la volátil promesa de crear fuentes de trabajo y la limosna de algunas contribuciones al municipio, se propone demoler y contaminar el paisaje, para extraer de allí ese noble (y vil) metal anatemizado por Virgilio.

A la busca de El Dorado

La vasta literatura y las películas rodadas sobre la fiebre del oro (California, 1848; la Columbia Británica, 1857; el Yukón, 1896; el Canadá, 1899), nos eximen de comentar la magnitud depredadora que tuvo la búsqueda de ese metal en el norte del continente americano, hasta entrado el siglo XX.

Tres siglos antes, la fiebre había sido española, sólo que allí no se trató de juntar amarillas pepitas arrastradas por los ríos, sino de apoderarse del oro ritual de los Incas, por ejemplo (a Atahualpa no le alcanzó una habitación llena para pagar por su vida); o el de los Aztecas (conducidos por un hechizado Moctezuma); o el de los abandonados templos mayas.

El folklorista Atahualpa Yupanqui lo dijo, mordaz, al presentarse en un célebre y dorado escenario de Madrid, en los años ‘70: “Vengo a traerles lo que no se supieron llevar de América”.

Ya en el siglo XX, superados los medios artesanales, comenzaron otros más rentables, en regiones inexploradas como la cuenca del Amazonas. Allí, cientos de miles de cuentapropistas de la pobreza, llamados garimpeiros, fueron empujados hacia el territorio de las reservas naturales de Brasil, Venezuela y Ecuador.

La depredación causada por cientos de miles de harapientos “buscadores de oro” afectó los ecosistemas y llevó nuevas enfermedades y problemas a pueblos de la selva como los Yanomami.

En vano quiso imponer Chico Mendez -ambientalista brasileño asesinado en 1988- su proyecto de las Reservas Extractivistas.

En esas reservas se recolectaría batata, sarrapia, caucho, castañas, hierbas medicinales, frutos, se criarían pequeños animales y se fomentaría el ecoturismo, como una opción sustentable para aborígenes y criollos, que a la vez iba a representar el cuidado soberano de la reserva del Amazonas.

Pero aquella batalla -por lo menos, en el siglo XX- la ganaron el oro y los traficantes de bienes y personas. La ganó la voracidad del capital expoliador.

Nuestras alhajas

En un análisis practicado hace poco a 200 niños de la ciudad de San Antonio Oeste, provincia de Río Negro, República Argentina, se reveló que 44 tenían un alto nivel de plomo en la sangre.

La mirada y los micrófonos de algunos medios se dirigieron entonces hacia las instalaciones de la planta de Geotécnica SA, que veinte años antes había estado procesando metales con cianuro.

Entrevistado Gonzalo Lana, ex jefe de la citada planta minera, dijo que él pensaba que, efectivamente, entre los residuos que había dejado la fundición de los metales, tenía que haber vestigios de cianuro.

“Creo que hoy deben existir todavía rastros -manifestó Lana- y no solamente de plomo, sino de cianuro, la sustancia principal que se utilizaba para separar los metales, ya que los residuos de la planta de flotación se vertían libremente al campo”.

“Me di cuenta del peligro que se estaba originando -completó, para tranquilidad de su audiencia- cuando vi que muchos animales que se acercaban a tomar esa agua morían en el acto...”

Hay una anécdota de tiempos de la antigua Roma, que pinta de cuerpo entero a Cornelia, hija de Escipión el Africano, madre de los dos más importantes reformadores que tuvo aquel Imperio nacido en las siete colinas: Tiberio y Cayo Graco.

En una reunión de esposas patricias, con damas que lucían sobre sus cabezas y hombros una parte del oro que sus guerreros habían traído de las campañas, le pidieron a Cornelia, mujer austera, que mostrara sus alhajas.

Conelia mandó a buscar a sus hijos, puso las manos sobre sus cabezas y dijo: “Éstas son mis alhajas…”

El sueño del poeta Virgilio, aquel expresado en la Cuarta Égloga, nos habla de lo mismo: los niños son nuestras alhajas.

Sin ellos, somos irremediablemente pobres.

Sin ellos, no alcanzaremos nunca la Edad de Oro.

 

 

 


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