La brutal naturalización de la desigualdad

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Por Laura Taffetani

(APe).- Unicef Argentina ha dado a conocer la semana pasada un estudio realizado durante el 2015 con el nombre de “Bienestar y pobreza de niñas, niños y adolescentes en la Argentina” por el que surgiría que el 30,2% de los niños de entre 0 y 17 años del país era pobre a fines del año pasado, y un 8,4% era extremadamente pobre. Traducido en términos numéricos estamos hablando de 4.000.000 de niños, niñas y adolescentes que se encuentran sumidos en la pobreza.

La cifra surge de las propias estadísticas oficiales pero bajo una metodología multidimensional de la pobreza en la que se tiene en cuenta las diferentes privaciones que sufre esta franja etaria de población, desde la nutrición hasta su exposición a la violencia.

Desde que la dictadura militar irrumpió a punta de pistola y terror en nuestro país para garantizar el ingreso al nuevo orden mundial dispuesto por los acuerdos de Bretton Woods, el neoliberalismo entró en nuestras comunidades sin freno alguno que pusiera a resguardo la condición humana que, desde entonces, yace aprisionada bajo la pesada mansedumbre de la resignación de una vida sin utopías.

Y así fuimos viendo cómo, progresivamente, al compás de democracias hechas de cartón piedra la brecha entre los de adentro y los de afuera se fue abriendo cada vez más. Miles, que en pocos años fueron cientos de miles de madres y padres, cayeron en las aguas profundas del olvido y desde entonces, como náufragos, tratan de mantenerse a flote en un mar que no tiene orillas donde hacer pie, ni guardavidas que los cuiden y cuando los hay, son vigilantes para que no se arrimen a sus costas.

No podemos dejar de decir que sorprende el giro súbito de UNICEF Argentina que pasó de la campaña del Buen Trato donde colocaba el problema de la violencia en hábitos malsanos de una sociedad malhumorada a descubrir la verdadera violencia estructural de la miseria que la genera.

Pero lo cierto es que el estudio mencionado ocupó la primera plana de los diarios –otorgándonos esos instantes de gloria efímera en los que los intereses del poder en puja nos permiten disfrutar el hecho de que se coloque en el centro de la escena política la desigualdad en su verdadera esencia, indiscutiblemente de carácter político, lejos del orden natural de las cosas.

Si hay algo doloroso en esta época que nos toca vivir es la obscena normalidad con la que aceptamos la desigualdad como un hecho natural y para poder sostener un estilo de vida cómodo, adaptado al insaciable mundo del consumo que no dudamos en merecer, enceguecemos nuestra conciencia para no ver el sacrificio de miles de vidas condenadas a la soledad de la exclusión.

Tal como ha señalado Francois Dubet, a partir de distintas estrategias se empuja en forma silenciosa y sigilosa a los pobres a vivir en ghettos -verdaderos infiernos jamás imaginados por la pluma de un Dante- convirtiendo la exclusión en una opción de vida que la gente elige por incapacidad o vaya a saber por qué extraña perversión, cargando siempre la culpa en sus espaldas y aliviando a la de los que viven fuera gracias a una supuesta vida exitosa que le ha permitido ser acreedores del derecho a transitar plácidamente dentro del contrato social establecido.

Por eso los problemas sociales se plantean como relacionados a la discriminación o a la vulneración de derechos pero no a la desigualdad que constituye su raíz.

Claro que al finalizar la fiesta suntuosa de cada día, ahí quedan los platos rotos: millones de niños y niñas que tienen hipotecado su futuro, que es también el nuestro y el de la humanidad toda como errantes espectros de la noche después de la batalla.

Quizás deberíamos hacer la prueba de realizar una proyección multidimensional de los efectos de estas privaciones que la estadística recoge que nos permitan visualizar cómo será el país que el día de mañana les tocará vivir a nuestros hijos e hijas y quizás ahí podamos dimensionar el desafío que tenemos por cambiar de aquí en adelante.

Las organizaciones sociales que hemos crecido en la resistencia a este sistema económico y social que nos opaca el alma, hace muchos años que sabemos de estas mediciones porque para nosotros cada una de ellas portan sus nombres y sus generaciones, podemos reconocer a los nuestros en cada tabla o gráfico que se publica.

Podemos decir además, que hemos vivido ya varias décadas de abusos y saqueos que llevan la firma de otros y otras, que a veces se vuelven a repetir a lo largo de la historia.

Pero fundamentalmente lo que nos constituye es lo que soñamos y soñamos fundamentalmente que algún día asumiremos de una vez por todas que el hambre es un verdadero crimen y resolveremos impedirlo.

Sin duda el mundo actual nos ha dejado sin muchas certezas –excepto para los ricos que, a decir verdad, nunca dejaron de tenerlas- pero hay una en particular que las teorías llamadas pos modernas nunca lograrán borrar de los libros de historia: la certeza de que no hay instante de felicidad más pleno para el ser humano que aquel que nace cuando se logra vencer al miedo y el alma se sale del cuerpo bailando alrededor nuestro, la esperanza nos rodea y nos declaramos en rebeldía frente a las penas que nos agobian.

La memoria milenaria de nuestros ancestros seguramente nos dará el coraje necesario para inscribir esas nuevas hojas en la historia y volver a tener un futuro en el que creer. Mientras tanto, cuidemos nuestra cría de los lobos pero también de los falsos profetas disfrazados de corderos.

Edición: 3150


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