Déficit cero y comida de la basura

La avería de la vida

En una avenida comercial de Avellaneda, dos chicos de 14 y 10 años llegan con un carro de supermercado y se detienen ante el contenedor de basura. En esta avenida hay contenedores de basura. En el resto hay bolsas que se amontonan, que rompen los perros para disputar su propia hambre, que se arrastran a las alcantarillas, para que la pobreza, encima, se inunde.

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Por Silvana Melo

(APe).- En una avenida comercial de Avellaneda. Primer cordón del conurbano sur. Casi el último retazo pobre de la CABA. Vecina inmediata de la Suiza argentina. De la ciudad multilinguística que amontona pobres pegaditos a los restaurantes o los supermercados. Allí donde el abultado consumo de los que pueden derrama sus sobras a ese abajo donde hoy se apilan seis de cada diez nacidos en este país.

En una avenida comercial de Avellaneda una mujer morena, flaca, con dientes ralos, que duerme en la entrada del Banco de la Provincia, se baña en una canilla que da a la calle de una oficina pública. Tiene champú para el pelo. Y el agua acuerda con ella un alivio para el cuerpo hasta la cintura. En el calor ardiente del mediodía.

Unos metros más acá, en una avenida comercial de Avellaneda, dos chicos de 14 y 10 años llegan con un carro de supermercado y se detienen ante el contenedor de basura. Porque en esta avenida cortita de la vecindad pobre de la CABA hay contenedores de basura. En el resto hay bolsas que se amontonan, que rompen los perros para disputar su propia hambre, que se arrastran a las alcantarillas, para que la pobreza, encima, se inunde.

El de 14 es más corpulento. Alza al de 10 y lo deposita en la boca de lobo del contenedor. No hay mucho esta vez. Entra cómodamente y puede otear lo que sirve y lo que no. Qué se puede comer este mediodía de lo que se esconde en aquel rinconcito al que nadie llegó. Las dos chicas que no habían superado los doce y el hombre que vive en el parque de las vías habían encontrado unos yogures vencidos y galletitas con una importante antigüedad en el contenedor que está a cincuenta metros. Casi en la puerta de un chino. La algarabía de los tres era la comida humilde y dudosa del almuerzo.

La gente que vive en la calle porque son rémoras de desastres anteriores, porque el hambre y la desgracia los expulsaron de cualquier descanso de vida digna, porque el DNU liberó a los propietarios para multiplicar los alquileres y miles de familias tuvieron que mudarse al hacinamiento o a los debajos de los puentes, porque el país está en manos de gente inusitada que juega en el tablero de sus escritorios al desprecio por X o juega a cómo puede destruir más minuciosamente las vidas de tantos quitando unos dineros de aquí y depositándolos más allá, jugando con la necesidad (de donde no nace un derecho porque es obsceno), jugando fulbito con la cabeza de los enemigos que se parecen tanto a nosotros.

La gente que vive en la calle o en las puertas de la calle son millones de descartados que están en las afueras sociales desde hace décadas, con un crecimiento exponencial en la desfinanciación generalizada de estos días. En celebración de la crueldad del déficit cero. Y del superávit a costa de la miseria de la vejez y la infancia.

El de 10 asoma del contenedor. No trae nada en las manos. Sale con el olor de esta podredumbre impregnado en la piel.

Ese olor que habla de la avería de la vida.  


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