La adopción en el espejo

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Por Miguel A. Semán

(APe).- La dictadura se apropió de los niños nacidos en cautiverio con la convicción de que sus almas injertadas en troncos sanos abortarían utopías. Los resultados ya los conocemos. Hoy, la pobreza selecciona vientres, marca muchachas con una cruz de ceniza y al poco tiempo llegan funcionarios, asistentes sociales, licenciados de la nada que informan con celeridad, notifican al vacío y echan a correr los plazos. Finalmente el juez de la causa expide una sentencia y decreta la obligatoriedad del abandono. Eso significa que alguien, recién nacido o por nacer, ha sido declarado adoptable.

Ciento cincuenta años atrás nadie habría entrado en esa categoría porque el Código Civil había omitido legislar sobre la adopción. Para Vélez Sarsfield la idea de implantar un extraño, ahí, donde la naturaleza no lo había hecho era casi aberrante. Esta concepción moral y hasta sanitaria de la familia, salvó de la adopción a muchos pibes pobres del siglo XIX, pero no los libró de la caridad de las damas de beneficencia ni de la vara del Patronato de Menores. Como tampoco salvó de la esclavitud doméstica a los miles de huérfanos que el general Roca repartió, como suvenires de la conquista del desierto, entre las familias porteñas. En aquella época, dicen, nadie pensaba que tehuelches, ranqueles y pampas supieran algo del amor y mucho menos del amor filial.

Ochenta años después, el peronismo sanciona la primera ley de adopción en el país. Aunque el detonante haya sido un hecho extraordinario como el terremoto de San Juan de 1944, Evita espantara a las damas de beneficencia y los niños, por primera vez, se erigieran en los únicos privilegiados de la historia, la ley no supo apartarse de las políticas tutelares clásicas marcadas por el pensamiento de las clases dominantes.
La caída del peronismo y la seguidilla de gobiernos militares con sus recetas de miseria acentúan aún más esa cosmovisión de pobreza, abandono y delincuencia y pone el acento en la institucionalización por un lado y la adopción por el otro, como únicas formas de corrección y salvataje de la infancia desprotegida y en riesgo.
En correlación con la figura del niño adoptable aparece la del adulto adoptante que se adueña de la escena y esgrime para sí un derecho que ningún instrumento jurídico le ha reconocido jamás. El derecho de obtener un niño sólo porque se trata de un adulto que reúne determinadas condiciones y se encuentra inscripto en un Registro que documenta la antigüedad de su deseo.
Los diarios informan, por ejemplo, que para adoptar a un chico formoseño hay 650 familias en espera. La conciencia social culposa se sensibiliza. Los legisladores quieren cortar camino, facilitar las cosas y proponen reformas que abrevian los plazos y vulneran el derecho de defensa o directamente lo vuelven en contra de los acorralados por la miseria.
La ley 14.528 de la provincia de Buenos Aires sólo considera sujetos del proceso en el juicio de adopción a los pretensos adoptantes, al pretenso adoptado, al Ministerio público y a la autoridad administrativa que haya declarado la situación de “adoptabilidad”. La familia de origen, reducida por la ley a vínculo un exclusivamente biológico, sin historia, sin afectos y sin pasado, ha quedado fuera de la discusión.
La adopción sin huérfanos aplicada como política pública de carácter general y no como figura excepcionalísima para situaciones terminales concreta una aberración mucho peor que la imaginada por el legislador de hace ciento cincuenta años. Ya no se trata de la inclusión de un extraño en la familia sino de la transferencia de infancias pobres hacia familias de clase media y media alta. La adulteración de travesías y destinos personales mediante procesos sumarísimos.
Muy lejos quedan los restos del desguace. La adopción extingue el vínculo de sangre, o eso se propone. Decreta la nulidad del pasado e inviste al elegido de una filiación que sustituye a la de origen y condena a la nada a progenitores, abuelos y al resto de sus hermanos muchas veces inadoptables. Se presume sin que se admita prueba en contrario que la cosa juzgada ha de cauterizar las heridas y las venas abiertas.
Pero todos, alguna vez en la vida, tomamos conciencia de nuestra soledad. Tal vez sea ése nuestro derecho más íntimo e inalienable: saber quién nos duele. De quién estamos solos. A quiénes extrañamos. Y a partir de ahí, quiénes somos nosotros y por qué. La mentira complica las respuestas, se adueña del espejo. Hasta que el día menos pensado el espejo de todas las mañanas nos devuelve una mirada que no nos reconoce.

Edición: 2646


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