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Por Oscar Taffetani
(APe).- El prefijo latino “ex” connota casi siempre una pérdida: exiliado es el que ha sido sacado de la tierra; exonerado, quien fue separado de una función; eximido, el que ha sido liberado de una carga, y así. Pero además, cuando la partícula “ex” se antepone a un adjetivo o sustantivo, entonces denota un cambio en la condición, una mudanza de la realidad: ex ministro, ex cónyuge, ex deportista...
En las crónicas periodísticas sobre los despidos, las suspensiones y la represión policial en una de las tres plantas de Kraft Foods Argentina, abundan los “ex”. La empresa se llama Kraft, pero para los trabajadores, sus familias y el público en general, es la ex Terrabusi. “Desde que estalló la crisis -leemos en un diario económico- la empresa contrata los servicios de la consultora del ex YPF Fabián Falco (...) Luis Cagliari -dice en otro pasaje- es un ex Renault que vivió tomas de planta en los 90...”
Así, el lenguaje va registrando, casi inadvertidamente, las pérdidas, las ventas y enajenaciones que se han ido sucediendo en el país, al ritmo de los movimientos del capital.
Sin embargo, en el universo de las marcas, los desplazamientos permanecen ocultos, ya que es preciso que la mercancía siga fascinando y seduciendo a sus reales o potenciales consumidores. Los cronistas no escriben nunca “Fulano de tal, ex Tita y Rodhesia”. O “el gerente general, ex Bazooka y Palito de la Selva”. No. El candor de los nombres, su aire infantil, es mantenido al margen de la historia.
“No se metan con las marcas”, nos susurra amenazante un gerente de Marketing. Claro, porque las marcas son impolutas. Las marcas no tienen marca. Son parte de un mundo ilusorio, creado tan sólo para producir ganancias.
Automóviles, galletitas, dictaduras
La planta de Kraft en Pacheco, provincia de Buenos Aires, es vecina a la planta principal de Ford. Todos saben que una cosa es fabricar galletitas y otra muy distinta fabricar automóviles. Sin embargo, tanto Kraft como Ford utilizan los sistemas de organización racional del trabajo (así les dicen) creados por Frederick Taylor y Henry Ford, en los albores del siglo pasado.
La línea de producción en serie, en donde cada obrero debe colocar un tornillo o hacer alguna operación sobre piezas iguales, que van desfilando ante sus ojos, es un rasgo de la gran industria que se ha mantenido hasta nuestros días, ya conviviendo con la digitalización y la robótica.
Chaplin y René Clair, sensibles artistas, supieron satirizar y mostrar en sus filmes la deshumanización que el taylorismo y el fordismo conllevan, al especializar hasta un punto de no retorno la tarea de los obreros, causándoles deformaciones y enfermedades típicas del puesto que ocupan en la cadena. Por eso, un componente inevitable y necesario de la lucha sindical es la pelea por reducir las horas y mejorar las condiciones de trabajo y salubridad en la fábrica.
En los ’70, luego de épicos estallidos como el Cordobazo, la lucha reivindicativa de los obreros industriales argentinos se fue haciendo progresivamente política, al plantear los trabajadores un reparto más justo de esa riqueza (y esa renta) que generan. La respuesta patronal al avance de la lucha obrera tuvo distintos nombres y estilos. Sin embargo, hubo un rasgo común: la violencia, el uso ilegal de las fuerzas y recursos del Estado y el avasallamiento sistemático de los convenios y conquistas.
En aquella época -recordó en una nota Pedro Troiani, ex delegado de Ford- “había mucho trabajo y mucha producción, y nosotros nos plantábamos a pelear por el aumento del ingreso de los trabajadores y peleábamos, por ejemplo, para controlar el tema del plomo que quedaba en la sangre. Hacíamos paros, huelgas”. Ford Pacheco, una planta de tres turnos y 5.000 obreros, tenía 200 delegados. Veinticinco de esos doscientos fueron secuestrados por grupos de tareas de la dictadura, con absoluta complicidad de la dirección de la empresa, en los días que siguieron al 24 de marzo de 1976. Permanecen desaparecidos.
Paradójicamente, el Falcon (halcón) producido en la Ford Pacheco fue el automóvil emblemático de la represión ilegal, mientras que del otro lado, como un delgado y firme gesto de resistencia, surgieron las aguerridas palomas de las Madres de Plaza de Mayo.
A 33 años de ese oscuro capítulo de nuestra historia, en la planta de Kraft Foods Argentina lindante con la de Ford Motor, en Pacheco, fuerzas de la infantería y la policía montada bonaerense, de la Policía Federal y la Gendarmería, desalojaron con violencia, el pasado 25 de septiembre, a cientos de trabajadores que habían ocupado las instalaciones, en protesta por los despidos y suspensiones masivas, y por la expulsión de sus delegados gremiales.
El conflicto comenzó cuando la empresa cerró la guardería infantil con la excusa de la epidemia de gripe A, y se negó a conceder asueto a las madres que debían quedarse en sus casas a cuidar a sus niños. Sin embargo, la desproporción de la respuesta patronal -al despedir a toda la Comisión Interna- sugiere que hubo otras causas. Y que había (y hay) otros planes.
En todo caso lo grave, lo verdaderamente grave, es que una empresa multinacional, con la solícita cooperación del Gobierno nacional y del gobierno bonaerense, en un primer momento, así como de las otras instituciones del Estado, y ante el sonoro silencio de buena parte de la dirigencia política, viole las leyes y borre las conquistas que más de un siglo de luchas obreras, en el país y en el mundo, nos han legado.
Asistimos en septiembre de 2009 a un nuevo ensayo del terror, esta vez, aplicado a trabajadores del cinturón industrial de Buenos Aires. A la vez asistimos (justo es señalarlo) a un rápido alerta y a un amplio movimiento de resistencia, por parte de las organizaciones y movimientos populares.
El futuro continúa siendo incierto. Pero hacemos llegar, desde este modesto puesto de trabajo comunicativo, nuestra solidaridad a los trabajadores de Kraft y a todos aquellos que espontáneamente se han sumado a su lucha. Sería suicida pensar que esa lucha no es la nuestra.
Edición: 1608
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