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Por Claudia Rafael
(APe).- Cuando Kim Gómez nacía, uno de los pibes acusados de su crimen tenía la misma edad que ella tuvo al morir. 7 años. El otro rondaba en ese entonces los 10. La imagen de la nena platense, las fotos de los dos adolescentes acusados, el video de segundos donde se ve el cuerpito de Kim arrastrado por el Palio rojo, el dolor de las familias ocuparán centimetrajes de espacio en los diarios, horas en radios y canales de TV. Por algunos días. Se escucharán las voces oportunistas de los caranchos de ocasión. Se seguirá oyendo la voz del ministro de Justicia, el mismo defensor a ultranza de infinitos horrores y crueldades a lo largo de la historia, de quien nunca se aclaró su responsabilidad en la muerte de Lourdes di Natale en los tenebrosos 90, por ejemplo. Todos indignados. Todos enfurecidos con la parte ejecutora, el eslabón del hilo más delgado, los más fáciles y simples de destrozar. Pero, además, los sustituibles por el sistema en un par de pases.
Son meses preelectorales. Y en tiempos de ultraderechización de la política y de la vida, los portadores de esos discursos sabrán aprovechar el clima de indignación para llevar agua a su molino. Porque lo van a usar de impulso para esa idea de exterminio del sobrante que alzan como bandera. Un sobrante que, ante un crimen como el de Kim, será elevado a la máxima categoría en el abanico de objetivos a destruir.
Esteban Rodríguez Alzueta en “La máquina de la inseguridad” habla de imagen-fuerza de impacto político formidable y analiza que se trata de un tipo de imagen a ser disputada entre funcionarios y dirigentes de la oposición. Se lee: “A través de la inseguridad, manipulando el dolor del otro, se propone una política sin sujeto. Hay gente indignada, incluso dispuesta a practicar “justicia” por mano propia, pero no hay sujeto, hay turba o, como dijo Peter Sloterdijk, “una multitud molecular”. Cuando se agita el fantasma de la inseguridad, que es el fantasma del “pibe chorro”, se nos está pidiendo que regresemos a casa, nos encerremos, quedemos quietos, y le dejemos a la policía hacer las cosas que ellos dicen saben hacer”. No hay dudas de que ese video de segundos es una imagen-fuerza.
¿Qué pasa -ante un dolor tan abismal como el que puede generar la muerte de una niña en esas circunstancias- con los otros hilos del entramado de ilegalidades? ¿De qué manera la espesura del consumo de drogas pesadas va modelando las violencias en un par de chicos y los deja finamente preparados para ser carne de cañón? ¿Cuándo la necesidad de consumir más y más, la destrucción social, la falta de herramientas para la vida, el hambre de humanidad, van cincelando la vida de un chico y lo dejan suficientemente vulnerable para que alguien más arriba en la escala de poder lo utilice sin miramientos para el horror?
¿Para qué, en un caso como éste, un par de pibes roban un auto? ¿Cuál es el destino habitual de un auto o de las partes de un auto? Cuando en los 90 se propuso en la provincia, de la mano de León Arslanian, poner los ojos en los desarmaderos, la mayor exasperación vino de sectores policiales. Que vieron que los negocios que les generaban caja estaban siendo atacados. Cajas del estilo de la proveniente de la piratería del asfalto, el narcotráfico, el negociado de la trata de personas, el robo y doblado de automóviles o el secuestro exprés. Delitos que van y vienen según las épocas.
La muerte de una niña de 7 años en un hecho de violencia callejera y la acusación a dos adolescentes por esa muerte constituye una de las fotografías más horrorosas del tipo de humanidad que se ha ido construyendo a lo largo de la historia. No importan para un análisis de esta radiografía espeluznante lo que digan las estadísticas de la política criminal, que por cierto no dejan de ser bajas a la hora de analizar la participación de menores de 18 en el delito penal. Pero, una vez más: es una imagen-fuerza de impacto político formidable.
Que devendrá como ya ocurrió antes y seguirá ocurriendo en reclamos para la baja en la edad de punibilidad. Sin embargo, como dice el jurista Roberto Gargarella el derecho penal es el “recurso que aparece recién cuando todos los demás instrumentos con que cuenta el Estado han fallado”.
Los pibes como los acusados son los fusibles de un sistema. Su infantería. Frustrados y hartos de ser el descarte del modelo son transformados en sicarios, en soldaditos del narco, de la policía, de los gendarmes, del crimen organizado. Para matar o morir en un acto vindicatorio de su propio rumbo maltrecho. Y si ellos no están, porque matan o mueren, habrá miles detrás haciendo cola para el reemplazo. Porque el Estado se hizo cada vez más fuerte en sus armas disciplinadoras y se enflaqueció hasta la miseria misma en el fortalecimiento del abrazo y la respuesta social. Y, a la vez, se abrió las puertas al narco que fue supliendo a ese estado en las barriadas más castigadas.
El Estado no da respuestas a esos pibes suburbiales y olvidados. Ni tampoco las da a las eternas víctimas del delito en esas mismas barriadas. No las da al trabajador que vive de la changa y que un día, cuando está por salir a trabajar, descubre que le robaron sus herramientas para malvenderlas por dos pesos. Ni las da al padre de un pibe que pide que por favor se lo internen en un centro de adicciones cuando la justicia se lo devuelve después de un delito. Y no sólo este Estado ultraderechista. Tampoco las han dado los gobiernos que se autopercibían progresistas o los eternos candidatos temerosos de utilizar palabras que reflejaran soluciones reales a la inseguridad de carne y hueso, sin caer en la zanahoria del cárcel o bala de Espert.
No las da el Estado. Y tampoco la sociedad en sus formas organizativas que han ido mermando sus fortalezas ante la avanzada cada vez más feroz del individualismo. Se modificaron atrozmente los modos de habitar una barriada, de vinculación con el vecino, las maneras de pertenecer (o no) a una comunidad, las formas de sospecha en la configuración de las relaciones sociales.
Hay tejidos rotos. Como está hoy quebrada la familia de Kim. Y también están rotos, fisurados por dentro, demasiados pibes que buscan el viaje a paraísos que le son ajenos. Limándose la cabeza o intentando apropiarse de una porción de esa torta que siempre, sistemáticamente está del otro lado de la vidriera. En lo que César González califica en “El niño resentido” como una “minúscula revancha”.
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